“Existen repliegues en el tiempo y en el espacio, en la fantasía y en la realidad, que solo un soñador puede adivinar”
H.P. Lovecraft
Mateo, cuarenta y cuatro años, va llegando a la comisaría. María, treinta y ocho años, le espera en la puerta. Nerviosa.
La comisaría es un edificio de cuatro plantas pintado en azul cielo. Un grado menos que el azul de ese día. Su entrada principal tiene unas grandes escaleras y en ellas María le sonríe con dificultad, al tiempo que mira a ambos lados.
Mateo comienza a subirlas y suena la melodía Somewhere over the rainbow. Sin ni siquiera mirar la pantalla para identificar la llamada, Mateo le hace un gesto a María para que espere y contesta:
—Dime Alba. —Mateo, mira la hora—. Ya lo sé, cariño. De verdad, solo van a ser cinco minutos. Antes de que te des cuenta habré vuelto. –Mateo pone los ojos en blanco y María sonríe—. De acuerdo…, de camino compraré hamburguesas de esas de guisantes. Pero que conste que eso no son hamburguesas —María es ahora la que le hace un gesto señalando su reloj—. No tardo, te lo prometo.
María espera a que Mateo se guarde el teléfono en el bolsillo y abre la puerta. Ambos entran.
—Como Mar se entere de que has vuelto a dejar a la niña sola, te quita la custodia compartida. —Mateo la mira con la ceja levantada. Ella le sonríe con malicia—. Primero te hará sufrir y después te quitará la custodia compartida.
—Pero eso no va a pasar porque no se va a enterar…
María niega con la cabeza, y cierra tras de sí. El hall es espacioso. Es un pasillo ancho con una garita que comunica la puerta de acceso con unas escaleras a las plantas superiores. Junto a la puerta, un guarda mira una televisión pequeña con una antena larga. En ella se ven imágenes de gente corriendo. Mateo reconoce el lugar. —¿Qué ha pasado? —dice volviéndose hacia María.
—Llevamos un día raro. No sé qué coño le está pasando a la gente de esta ciudad. —Con un gesto de su barbilla, señala a las imágenes—. Ese fue el primero, pero llevamos ya tres estampidas en lo que llevamos de día y aún no sabemos la causa.
—¿Cómo que no sabéis la causa?
—Sí. No pongas esa cara. No es que no sepamos hacer nada si tú no estás. Es que no hay ninguna razón. Solo sienten miedo y corren; y no saben por qué.
Mateo se detiene con la mandíbula en tensión. Saca el móvil al tiempo que mira las imágenes en bucle de gente corriendo en la estación. Primero nada, normalidad, despedidas, abrazos, reencuentros y, de pronto: el caos. María mira su mano. El móvil sigue con la pantalla en negro. Mateo acaricia la pantalla con su pulgar sin activarlo.
–Tenemos a Randolph Carter —dice María, captando su atención de nuevo—. Lo encontró esta mañana el vigilante de seguridad del cementerio del pueblo de Antigua.
—¿Habéis hablado con él?
María niega con la cabeza.
—Nos dijiste que querías ser el primero en hacerlo. Sé que estás de baja, pero pensé…
Mateo comienza a subir las escaleras sin decir nada. María sonríe acelerando el paso para seguirle.
Hay dos puertas en el pasillo. María abre la primera.
—Si me necesitas, hazme una señal y entro. —Mateo asiente—. Me alegro de que hayas vuelto.
—No he vuelto.
—Ya… —dice María sonriendo y entrando a la habitación contigua a la sala de interrogatorio.
Mateo se dirige a la segunda puerta. Aún tiene el móvil en la mano. Suena un mensaje. Lo abre con un movimiento rápido de su pulgar. Pone:
ALBA: Papá, no tardes en la tele están diciendo cosas raras y he mentido a mamá diciéndole que estabas conmigo.
Mateo se detiene con la mano en el pomo. Respira. Mira el reloj y contesta.
MATEO:En media hora como mucho estoy ahí.
Se guarda el móvil y entra a la habitación.
Mateo se queda un segundo bajo el dintel, observando la escena. La sala de interrogatorios es una habitación fría, pintada en un tono verde medio. Hay una mesa de acero inoxidable y dos sillas incómodas.
Una grabadora antigua sobre la mesa y una especie de espada envuelta en goma espuma. O eso es lo que parece. Es un micrófono Xferra para comunicarse en labores de espeleología. Mateo ya lo había visto en otra ocasión.
Randolph Carter, treinta y dos años, es un hombre delgado y menudo. Tiene las manos esposadas a la mesa y entona una especie de salmo que Mateo no llega a entender, sin dejar de cimbrearse ligeramente de atrás a adelante. Se retuerce las manos y tabalea con el pie.
La bombilla titila un instante y ambos alzan la vista hacia ella. Mateo entra y cierra la puerta tras de sí. Randolph no se gira, baja aún más la cabeza, sin dejar de recitar su salmodia. Lo susurra en bucle sin parar, mientras que Mateo se sienta en la silla que hay frente a él. Se queda en silencio, intentando descifrar lo que el hombre dice.
—El hombre que conoce la verdad ha comprendido que la ilusión es la realidad única y que la sustancia es la gran impostora…
—¿Qué ha dicho? —Randolph Carter detiene su declamación y queda callado. Inmóvil—. ¿Quién conoce toda la verdad?
Randolph Carter levanta la cabeza y le mira a los ojos. Tiene el rostro sereno.
—Yo.
—Eso está bien, porque precisamente es para lo que yo vengo. Para escuchar la verdad.
Ambos se quedan en silencio. Mirándose. Randolph Carter permanece tranquilo, como si no hubiera ocurrido ni dicho nada hasta ese momento. Como si la verdad lo hubiera hecho libre.
—¿Y bien? —comienza Mateo, apartando la mirada y abriendo un cartapacio que tiene sobre la mesa—. ¿Sabe usted por qué está aquí?
Randolph Carter niega con la cabeza con un movimiento muy leve, casi imperceptible. Mateo le mira sin alzar la cabeza, unos instantes, y sigue hojeando el expediente.
—¿Sabe quién es el señor Walter Warren? —Continúa.
Randolph Carter asiente. Mateo, esta vez, no levanta la cabeza, esperando la respuesta. Randolph Carter duda, al final habla:
—Sí —susurra.
—Hace dos días le vieron a usted salir con él de su casa. A eso de las diez —Mateo espera alguna respuesta. No llega. Continúa—. Más tarde, a eso de las doce, los volvieron a ver camino del pantano.
Vuelve a callarse. Cierra la carpeta y mira a Randolph Carter. Este mira el micrófono que hay sobre la mesa y gira la cabeza como captando unas palabras. Y eso hace. Porque, aunque ya nunca más volverá a escuchar esa voz, al mismo tiempo, nunca dejará de oírla:
Randolph, no creerías lo que estoy viendo… La clave del arco tenía razón… La horda vigila cada tumba…
(ruido blanco)
Warren, corre, cierra la tumba y corre. Para mí es demasiado tarde, pero para ti no, cierra la tumba y huye.
Mateo estudia a Randolph Carter con atención, que continúa mirando el micrófono. Cree percibir por un momento un pequeño temblor en su labio.
—Cuéntame qué pasó Carter —le pide Mateo en tono cómplice.
—No me creería —lamenta Randolph Carter, que parece haber perdido todo su aplomo que tenía hace unos minutos.
—Prueba. Puede que te sorprenda —responde Mateo, inclinando su cuerpo hacia delante, como para continuar con su arremetida, pero le vibra el bolsillo. Duda, pero mantiene la mirada en Randolph Carter, que comienza a hablar sin levantar la cabeza, sin dejar de mirar fijamente al micrófono.
—Ese libro ya lo avisaba. No debimos ir. ¡Pobre Warren!
—¿Lo has matado?
Randolph Carter mira a Mateo, sorprendido. Como si hasta ese momento no se le hubiera pasado por la cabeza que estaba detenido. O que fuera sospechoso de algo.
—¡Warren era mi amigo! ¿Cómo puede pensar que yo…? —grita Randolph Carter.
Mateo, con gesto tranquilo, vuelve a apoyar la espalda sobre la silla y continúa:
—Entonces, ¿por qué hablas en pasado de él?
Randolph Carter vuelve a bajar la mirada.
—Eso me lo dijo.
—¿Quién?
—La voz. —Mateo permanece callado. Pasan unos segundos eternos, pero al fin Randolph Carter continúa—: Me llamó esa tarde. Estaba muy emocionado. Había descubierto la entrada a un antiguo templo. La entrada al Umbral.
—¿El Umbral? —pregunta Mateo frunciendo el ceño.
Randolph Carter asiente:
—La entrada al mundo de los sueños. La dimensión de los antiguos.
Mateo, que se había vuelto a inclinar hacia delante con interés sin darse cuenta, se vuelve a recostar al escuchar esa respuesta.
—¡Le dije que no me iba a creer! —grita Randolph Carter dando un manotazo en la mesa.
—No me lo pones fácil, Carter. ¿A dónde fuisteis? —responde Mateo, tranquilo.
—Al viejo cementerio. Ya he dicho que Warren me llamó muy excitado. Me dijo que la entrada estaba en uno de los panteones.
—¿Es dónde te hemos encontrado? —responde Mateo, volviendo a abrir la carpeta y buscando una foto que antes había visto. La saca y se la muestra a Randolph Carter. En ella se ve un panteón abierto y una inscripción:
—Abdul Alhzared Kitab Al-Azif —recita Randolph Carter.
—Kitab Aalz…
—Kitab Al-Azif —le corrige Randolph Carter—. Significa rumor nocturno producido por los insectos. En la cultura del islam se identifica con el murmullo de los muertos.
—Joder…
—Sí. Joder… —Añade Randolph Carter con hastío— En realidad es el título de un libro arcano que Warren tenía. Nosotros lo conocemos como Necronomicon.
—Y ¿dónde está?
—Donde quiera que esté mi buen amigo Warren —responde Randolph Carter, al tiempo que niega con la cabeza.
Mateo vuelve a cerrar la carpeta. Coge el micrófono de la mesa y lo sopesa.
—Es un micrófono Xferra —dice Randolph Carter.
—Ya lo sé, mi ex mujer es aficionada a la espeleología –responde Mateo sin dejar de girarlo y estudiar detenidamente la grabadora a la que va unido.
—Sirve para comunicarse desde las profundidades. Warren llevaba otro igual cuando entró a la tumba. Iba contándome lo que veía…
Continúa Randolph Carter como si no hubiera escuchado la respuesta de Mateo. Y así era. Con la mirada fija en el micrófono, la voz de Warren, volvió a su cabeza:
Carter, nadie que vea lo que yo estoy viendo podría afrontarlo y volver a la superficie en su sano juicio. ¡Es horrible… hermoso… increíble!
Mateo observa a Randolph Carter que está ensimismado. Esta parece volver de la tumba y lo mira algo avergonzado.
—Perdón…
—No importa. Pero dígame, ¿por qué no fue con él?
—No quiso. Dijo que alguien debía contar todo si a él le pasara algo.
—¿Y por qué ib…?
Mateo no pudo finalizar la frase. Se oyen voces fuera. Gritos.
—¡Qué coño le está pasando a esta ciudad! ¿Se están volviendo todos locos? —dice una voz junto a la puerta. Mateo mira por primera vez al espejo de la sala, como buscando una respuesta. Saca el móvil para llamar a María, pero en ese momento le llega un segundo mensaje de su hija. No recordaba el mensaje de antes. Acaricia la pantalla con decisión y lo abre:
ALBA: Papá, tengo miedo. No sé qué está pasando, hay gente en la calle corriendo y gritando.
Mateo se levanta sorprendido, y al hacerlo, tira la carpeta al suelo que se abre y se desparraman las fotos por el suelo. Intenta abrir la puerta, pero está cerrada por fuera. Golpea la puerta y llama a gritos a María mirando al espejo. Se siguen escuchando voces, golpes y carreras en el exterior de la sala.
—¡María! ¡Abre la puerta! —grita de nuevo Mateo.
El móvil vuelve a campanillear. Otro mensaje de su hija:
ALBA: Papa, tengo miedo.
Los gritos no cesan. Pero Mateo ya no los escucha. Golpea el cristal y sigue llamando a María; sin embargo, una voz tranquila y desconocida le interrumpe.
—Llevo toda una vida preparándome para esto… —Es Randolph Carter que ha vuelto a recuperar la compostura y ha pronunciado las palabras sin dejar de mirarlo. Sereno. Tranquilo. Como si supiera la verdad—. Está llegando…
—¿Quién está llegando? —responde Mateo, con el móvil en la mano. Fuera el tumulto parece subir de volumen. Ya solo se oyen gritos y alguien golpea la puerta.
—No todo lo olvidado ha desaparecido —prosigue Randolph Carter, que sonríe y girando la cabeza, como curiosidad, añade—: Mira, mira al suelo. Las fotografías.
Mateo se acerca al lugar donde ha caído la carpeta y coge una de ellas. En la fotografía se ve un panteón abierto y una cinta amarilla de la policía. Junto a ella, Randolph Carter, sentado y esposado, mira la losa que hay en el suelo de reojo esbozando una sonrisa. En ese momento, se escuchan unos golpes en el espejo, y aunque la sala contigua está insonorizada, Mateo, no sabe cómo, capta los gritos de María. Pero eso ya da igual. Ahora él también sabe la verdad. Lo ha descubierto. Ese cabrón solo quería tiempo y él se lo había dado.
—No cerraste la tumba… Él te dijo que lo hicieras… —susurra Mateo como para sí—, pero tú no lo hiciste. La dejaste abierta —concluye Mateo agarrando a Randolph Carter del cuello.
Randolph Carter lo mira, muy tranquilo, y sigue sonriendo. Los golpes vuelven a escucharse, esta vez de nuevo en la puerta.
—¡Mateo, abre la puerta! ¡Abre!
Mateo suelta a Carter y comienza a golpear la puerta con el hombro, aunque sabe que es inútil.
—¡Carter! ¡Hijo de puta! ¡Qué has hecho! —grita Mateo, que ha agarrado la silla y ahora intenta romper el espejo.
Los altavoces de la sala comienzan a emitir una especie de ruido blanco muy agudo, tanto, que Mateo tiene que taparse los oídos. Pero aun así logra oír la voz de Carter, que ahora es gutural y metálica, como el sonido de las trompetas del apocalipsis:
—¡Loco, Carter ya está muerto!
El espejo estalla en mil pedazos y las luces se apagan. La oscuridad es densa, impermeable a la luz. Se escucha un golpe seco y tras eso el silencio va haciéndose con el edifico. Los gritos pasan a ser quejidos, y de ahí, a tan solo algún lamento aislado. Comienza a sonar la melodía Somewhere over the rainbow del móvil de Mateo. Apenas un resplandor en un rincón que parpadea. El resto está todo en el más absoluto silencio.
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