¿Hay alguien aquí?

—Disculpe que la hayamos hecho esperar.

Lola retorcía sus manos. Volvió a consultar su reloj como si aún continuara esperando.

—No pasa nada —mintió Lola.

—La operación ha salido bien —apostilló el hombre.

—Sí, ya me dijeron que era una intervención rutinaria y sencilla —interrumpió Lola, enfatizando cada sílaba de la palabra “sencilla”.

—Sí —respondió el Doctor, que miró más allá de Lola como si buscara alguien. Ella se giró, pero allí no había nadie, parecía que para disgusto del Doctor por su rictus— ha habido un problema con la anestesia. El anestesista debía venir pero parece que tarda.

—¿un problema?

—No es grave —respondió el Doctor, levantando ambas manos y abriendo sus palmas como si esperara algún golpe—. Pero su padre deberá quedarse a pasar la noche en observación.

—Creía que esto era solo un hospital de día.

El doctor volvió a mirar hacia la puerta de salida, no sabía Lola si esperando de nuevo al anestesista o calculando sus opciones de huida.

—Y lo es.

Eran las cuatro cuando su padre apareció en planta el resto del recinto ya había cerrado sus puertas: cafetería, quirófanos y consultas. El médico le había indicado que esa noche habría dos celadores y dos personas del servicio de seguridad, a excepción de ellos. No había traído cargador para el móvil y para cuando su padre comenzó a despertar eran ya las siete de la tarde y solo le quedaba un diez por ciento de la batería.

—disculpe… —exclamó Lola al ver pasar lo que ella supuso que era un celador, pero que tenía edad para ser un paciente. —¿un cargador de iphone tendría? —La respuesta a su pregunta fue un lacónico estado de presencia de subsistencia con los ojos abiertos y el rostro neutral en silencio—. ¿Y un teléfono?

—En la primera planta, junto a la cafetería, había una cabina, y en la tercera, en la sala de espera de los antiguos quirófanos.

—Gracias.

—Pero no se si seguirán aún.

Cabina. Esa palabra le sonó a Lola a antiguo, como a los ochenta pero antes de que le diera las gracias, aunque fuera por educación, el octogenario desapareció raudo al volante de su carrito.

Le preguntó a su padre si necesitaba algo, y éste, aún con la lengua rasposa y atragantando las palabras, le aseguró que podía valerse por sí mismo. Lola no le creyó, pero no le quedaba otra.

—Vuelvo en cinco minutos, voy a llamar a Tomás para que me traiga el cargador y las zapatillas de casa.

Lola salió de la habitación, al tiempo que echaba un último vistazo a su padre que le recordó al rey Theoden, casi le pareció ver a Grima (lengua de serpiente, aka su cuñada) susurrándole cosas a su padre sobre su marido; sonrió mientras rebuscaba suelto en el bolso.

Eran las nueve de la noche, y el sol había empezado a caer. El edificio, construido en el 55, había sido levantado la con la idea de aprovechar al máximo el sol del mediodía y el frescor del bosque de pinos que lo circundaba. Lola era delegada de cultura y por eso conocía esos datos inútiles a la hora de localizar un teléfono público para llamar a su hijo. El jurasicelador le había indicado que el teléfono estaba en la tercera planta o en la primera, como el gato de schrödinger. El pasillo, con olor a desinfectante, estaba desierto, largo y desierto, lo que le provocaba un miedo cerval a ella y a todos los de su generación gracia al “danny, ¿quieres jugar con nosotras?” De kubrick. Pulsó el botón de llamada del ascensor, y al instante se abrieron las puertas. El fluorescente de la cabina titiló. Pulsó la primera planta. Las puerta se abrieron y Lola estiró el cuello y miró a los lados. Nada. Nadie. Salió al pasillo. A lo lejos columbró lo que parecía un cartel en una de las paredes. Desde donde estaba no podía leerlo, pero de cabina nada. Ni como la de Jose Luis Lopez vázquez, ni de esas que solo consistían en un cubículo donde meter la cabeza, como si eso diera intimidad. Volvió a meter la cabeza y esta vez pulsó la tercera planta, que era donde estaban los antiguos quirófanos.

Al abrirse las puertas del ascensor descubrió con horror que la planta estaba a oscuras. Supuso que la iluminación consistiría en sensores. Pero despues cayó en la cuenta de que esa planta llevaba sin usarse desde hacía al menos diez años. Dio un paso. Columbró el pasillo como pudo. La puerta del ascensor se cerró a su espalda. Encendió la linterna del móvil. Esas linternas son una mierda. Ahora eran lo que usaban en las películas hasta el agente del fbi más uniformado y pintado, pero ella recordaba los haces de luz de las linternas de mulder y scully. Eso sí que eran linternas. Anduvo unos pasos. En una de las paredes había una indicación de sala de espera de quirófanos. Si había una cabina debía ser ahí, donde las noticias, buenas o malas, no podían esperar a ser transmitidas. El único sonido que amortiguaba sus pisadas era el de su respiración, a ratos ansiosa, a ratos ausente oído aguzado para captar cualquier ruido que indicara peligro. Siguió caminando. La raya amarilla del suelo era la que indicaba su destino. Un camino de baldosas amarillas que precisamente no llevaba a Oz. Y al girar, allí estaba, azul con la línea aerodinámica verde, el símbolo de telefónica, esferas que conformaban la letra T le pareció bello, inefable.

Buscó en su monedero y alojó en su palma sesenta centimos. No sabía si habría suficiente o no. Alumbró con la linterna, la bombilla del móvil, y atisbó una figura al final del pasillo. Introdujo la primera moneda, el eco metálico resonó en su pecho. Alumbró y la figura parecía más cerca. No sabía si era una figura o sombras que confundía su falta de raciocinio a esa hora y en ese lugar, que todo contaba. Una segunda moneda. Descolgó el auricular. Verde. Grande. Había línea. Alumbró al pasillo. Nada. Metió otra moneda y cuando iba a pulsar el primer número, una tecla metálica desgastada y oscurecida que mostraba un deslucido seis, una mano se apoyó en su hombro.

—¿Qué está haciendo aquí señora?

Lola, intentado recoger el corazón de las profundidades donde se había alojado en su interior, suspiró sonoramente al comprobar el uniforme del hombre. Era uno de los guardias de seguridad. En su placa podía leerse Amadeo. Era de una compañía diferente al de la entrada, pero no le dio mucha importancia. Nada tenía mucha importancia en ese momento, a decir verdad, en que comprobó que la mano que le agarraba era amiga.

—Solo quería llamar a mi hijo, tengo a mi padre ingresado.

—De acuerdo, pero no tarde, en unos minutos, los pacientes agudos de salud mental accederán a esta planta. Son muy inestables y podrían hacerle daño.

Lola marcó el teléfono de su hijo. Le dijo que le esperaba en la calle y que no tardara. El seguridad le acompañó hasta el ascensor. Él sí que tenía una linterna de verdad.

—¿No baja usted?

—No, yo debo permanecer en esta planta para que no vuelva a ocurrir.

Lola se quedó en silencio. Las puertas se cerraron y bajó.

Al salir a la calle, aunque era pleno junio, una fresca corriente le golpeó la cara. Lo agradeció. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—¿Perdone, tendría un cigarro?

Lola se giró y otro guardia de seguridad, de uniforme y empresa diferente, le sonreía. Sacó un camel y se lo ofreció.

—Es la primera vez que veo un lugar público donde trabajan dos empresas de seguridad diferentes.

El hombre la miró con sonrisa socarrona en sus labios, y tras dar una fuerte calada para encender el cigarro expulsó el humo.

—¿Ha conocido a Amadeo? —respondió, con el rostro envuelto en humo.

—Sí, he ido a la tercera planta para llamar a mi hijo y no vea el miedo que da. Menos mal que apareció ese hombre. Me dijo que allí sueltan a los locos para que paseen.

—Sí, él murió a manos de uno de ellos.

Lola se atragantó y comenzó a toser. El hombre le sonrió y le dio unas palmadas en la espalda.

—Lo mismo me pasó a mi la primera vez que me lo encontré. No se preocupe, cuida de todos nosotros para que no vuelva a ocurrir.

Y dicho esto se marchó, justo en el momento que su hijo llegaba y bajaba del coche.

—¿Estás bien mamá?

—No —respondió Lola con el rostro demudado—. ¿Tiene batería tu móvil?

—Entera.

—Dame las llaves del coche.

El hijo se las tendió con gesto de sorpresa.

—¿Qué te pasa?

—Nada —respondió al tiempo que se metía en el coche—, tu abuelo está en la primera planta. Es la única habitación en la que hay luz. No subas a la tercera, a estas horas sueltan a los locos. Te quiero.

Y dicho esto arrancó.

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