Trafalmadore

El instante está encerrado en ámbar. Nada cambia, simplemente es. Todos somos insectos prisioneros en ámbar. Así describen los tralfamadorianos, en Matadero cinco, el destino. Inmutable, invariable, inevitable. Cuando leí ese libro me sentí identificado. Desde mi accidente, hace ya muchos años, algo despertó en mi interior. Un don maldito y divino que me hace conocer el pasado, presente y futuro de mi interlocutor. E inevitablemente el mío. Sé que en este sitio muero. Y una pluma. No me pregunten. Y que, inevitablemente, sonreiré en ese momento y me dejaré ir. Tal vez soy tralfamadoriano encarnado en humano y no lo recuerdo. Tal vez. Y no es fácil, ni dulce ni pacífico como ellos decían. Soy como un lector de mi vida que aún conociendo mi final no soy capaz de ver el puzzle completo. Soy una pieza en busca de su hueco.

Cuando he llegado he estrechado la mano del presidente de la asociación de parapsicología de Denver, y en seguida, me ha asaltado la imagen de su sufrimiento, de su congoja, al verme ensangrentado en el suelo, con una pluma en mi pecho encarnada. Nada más, y nada menos. Y desde entonces, por más que miro a mi alrededor, no encuentro ni razón ni causa. No vislumbro enemigos, al menos conocidos, u ojos desencajados que indiquen locura. Aunque si es transitoria, puede que aún no haya comenzado su tránsito. Me gustaría, como Pilgrim, cerrar los ojos y cambiar de instante de ámbar en mi vida. Verme acompañado de mi mujer, cogiendo a mi hija del suelo cuando se cayó en primaria, las lágrimas cuando María murió. O el único recuerdo que tengo de mi madre, antes de que ellos la separaran de mi. Pero mi don es limitado. Se ciñe a lo que mi interlocutor verá y nunca ha servido para mí mismo, a no ser que yo, como por desgracia es el caso, sea la vivencia de esa persona.

—Es su turno, señor Hurkos.

Es mi turno. Lo sé. Vuelvo a mirar a mi alrededor y sigo sin detectar nada. Rozo la mano de mis anfitriones, pero en todos veo lo mismo. Mi muerte pero no a mi asesino.

—¿Señor Hurkos?

Sí, ya voy. No hay prisa, deje que me recree en este momento de ámbar. No tengo nada más y es lo que siempre he tenido. Este momento.

El disparo llegó desde fuera, un cazador de patos despistado en la laguna que hay cerca. Atravesó al pato, después la ventana y finalmente mi pecho. En el recorrido le acompañó una pluma del ave que fue a terminar en mi tórax.

Sonrío. Eso sí lo vi. Y ahora se porqué. Por lo inevitable y lo estúpido del fin de una vida gloriosa en la que nada me escondía el destino excepto el azar.

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