Silencio

    El bramido le recibió como un puñetazo en el costado nada más abrir la puerta de la habitación del hotel, cargado con las maletas.

    Ruido.

    —Juan, la niña está llorando. Deja las maletas ahí y mira a ver qué le pasa.

    La voz venía del cuarto de baño, casi no se percibía ahogada por el estrépito del secador. Juan dejó las bolsas en el suelo, entre la cama de matrimonio extragrande, que no cataría, y la cama supletoria para los niños. Se giró con una mueca de fastidio y salió a la terraza. María, de cuatro años, lloraba desconsolada, sentada en el suelo. Pablo, que tenía diez, le pedía a la pequeña que se callara con un gesto sin éxito; al ver entrar a su padre debió comprender que era tarde y se encogió de hombros.

    Juan sabía de sobra lo que eso significaba. Cogió a la pequeña en brazos y le apartó el pelo de la frente.

    —¿Qué ha pasado?

    La niña hipó varias veces y hundió la cabeza en el cuello de su padre, sin decir nada. Juan miró a Pablo, que fue a repetir el movimiento de sus hombros, pero que interrumpió en su ejecución.

    —-¿qué ha pasado? —-vocalizó Juan apenas emitiendo un susurro, mientras acariciaba el cabello de María

    —Yo solo quería auparla para que viera el mar —dijo el pequeño apartando la mirada.

    —Venga María —dijo, separándola un poco de él y mirándola a los ojos—, no ha sido nada, no seas tan teatrera, hija.

    —¿Qué ha pasado? —Dijo Marta, frotándose la frente aún con una toallita desmaquillante, haciendo su entrada al balcón.

    Juan la miró. Seguía siendo bonita, pero las curvas que le enamoraron hacía diez años se habían diluido en kilos y años de preocupaciones y rutinas. Aún así seguía amándola. No de la misma forma, no con la misma pasión, pero seguía amándola.

    —Nada. No ha pasado nada.

    María detuvo su ritual limpiador y abrió un ojo con el que escrutó a su marido y después a su hijo.

    —Bueno, pues si no ha pasado nada, venga, a poneros el bañador.

    Ambos niños chillaron de alegría. Juan arrugó la frente y apretó los dientes ante el estruendo. Dejó la pequeña en el suelo y salieron corriendo hacia la habitación a cambiarse. Marta, que seguía con sus friegas, se acercó a su marido y le dio un leve beso en la mejilla.

    —¿Vas a entrar al baño como siempre? —Juan asintió— Vale, te esperamos en la piscina. A ver si podemos tener unas vacaciones tranquilas.

    —Y silencioso —añadió Juan.

    Cuando entró al aseo aún flotaba en el aire el griterío de los pequeños, las carreras  y chistidos de Marta tras ellos.

    Juan se miró al espejo con esa sinfonía de fondo y se examinó las ojeras, esperando a que el bendito silencio reinara de nuevo a su alrededor. Ya empezaba a vestir arrugas en el rostro y la vida no había sido todo lo que esperaba. Había sido sobre todo ruidosa.

    Tenía dos hijos preciosos y una mujer, que a ratos, no muchos, cada vez más espaciados, estaba pendiente de él. Sabía que lo quería, eso se nota. Y en su caso aún había amor, aunque cada vez más frontero con el cariño. Y de ello culpaba al ensordecedor curso de su rutina. Echaba de menos lo silencios compartidos.

    Se lavó la cara y al fin se escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. Suspiró con agrado. Quitó la cinta higiénica que sellaba la taza cerámica del inodoro. Pero en el momento que echó mano de su cinturón para sentarse en su trono quedo, se detuvo en seco. Le había parecido escuchar un ruido en la habitación, como un bisbiseo, como si alguien susurrara al oído con dulzura una promesa. Un recuerdo le recorrió la espina dorsal como una laceración eléctrica. Un recuerdo de hacía muchos años, de cuando Pablo aún…

    —Juan, ven a ayudarme porfa.

    Un llanto gutural acompañó a la súplica. 

    Un sudor frío le perló la frente. Se metió la camisa lo mejor que pudo por dentro de los pantalones y salió del baño.

    Marta estaba allí. Bueno la Marta de hacía unos años, la Marta que el recordaba. Y en sus brazos tenía un bebé. Juan recorrió con la mirada frenética la escena. No era un bebé, era Pablo. Ambos eran más jóvenes, en Marta el cambio era más sutil, pero en Pablo, que cojones, el cambio era enorme.

    La joven Marta lo miraba levantando las cejas como hacía siempre que no era capaz de calmar al pequeño. Él siempre tuvo mejor mano con él. Con la niña era ella, pero con Pablo siempre era él quien lograba calmarlo cuando los susurros de súplica en su oído por parte de Marta no funcionaban. Eran una tontería, no podían funcionar, pero ella persistía y eso a él le encantaba. Era como un ritual de refuerzo de su papel de padre. Era un buen recuerdo que en ese momento había invadido el presente.

    Juan permanecía inmóvil, con la boca abierta, como un imbécil, y seguramente, pensó, con la cara blanca por el pasmo.  Marta lo miraba, las cejas levantadas en actitud implorante habían pasado a encogerse en actitud recelosa. Juan, se acercó a ella, sin saber muy bien qé decir o qué hacer. Pero Marta, la joven Marta, ajena al llanto, dio un paso atrás y aferró con más fuerza al niño.

    —¿Te pasa algo?

    Juan negó con la cabeza, pero estaba claro que no podía convencer a esa versión joven de su mujer. Eso no había cambiado ni ahora ni antes. Ella lo conocía.

    —N-n-n-o-o —titubeó Juan.

    —Estás pálido. ¿Te encuentras bien?

    —La verdad es que no —dijo Juan— Voy a entrar al baño y ahora salgo de nuevo, ¿vale?

    Marta asintió despacio, escorando su posición un poco a la derecha, como protegiendo con su cuerpo al pequeño Pablo, que en ese momento estaba en silencio. Como si supiera, pensó Juan, que no era momento de imponer su poder sino de que lo protegieran. Juan apunto estuvo de sonreír, pero el miedo en los ojos de su joven esposa, y el que él mismo sentía, le hizo darse la vuelta y volver a entrar al baño.

    Se miró al espejo, pero su aspecto seguía siendo el mismo de antes, las mismas arrugas, el mismo aspecto físico, la misma barriga. Se echó agua en la cara y trató de clamarse. Debía ser el jetlag ese del que todo el mundo habla, aunque él hubiera hecho tan solo dos horas de viaje en coche. O un puto agujero de gusano que había atravesado. O los vestigios de su confusa adolescencia. La habitación volvía a estar en silencio. Juan respiró profundamente, varias veces, hasta que se sintió más calmado.

    —Es solo una alucinación. A lo mejor te ha sentado algo mal. Olvídate.

    Respiró varias veces con fuerza y cuando se giró y agarró el pomo el ruido volvió, aunque ahora era diferente:

    —Mamá, ¿cuánto le queda a Papa? No puedo aguantar más.

    Juan frunció el ceño. La voz era la de Pablo, pero una versión diferente del infierno de hacía unos segundos y el fastidio de hacía unos minutos. Era más grave con más fuerza y picos agudos.

    Abrió la puerta y un Pablo de unos dieciocho años entró de forma atropellada. Juan se apartó lo mejor que pudo, y más confundido que asustado esa vez, miró a Marta, que agarrada de la mano de una niña de unos catorce años. De una versión menuda de ella misma que era esa María, esperaban con impaciencia en biquini.  Marta había perdido algo de peso, pero tenía el rostro más marcado por el tiempo. Seguía viéndola guapa. Era tontería pensar en ello en ese momento en el que no sabía como había viajado de nuevo en el tiempo, pero eso fue lo que pensó.

    —Juan, vamos, no te quedes ahí parado. Ponte el bañador y vamos ya que la piscina está empezando a llenarse. Juan se sentía en ese momento como Paco Martínez Soria a su llegada a Madrid en aquella película en blanco y negro, volvía a tener la boca abierta y respiraba ruidosamente por ella.

    —Sí, si. Ya voy. En cuanto salga Pablo.

    Se agachó, intentando mantener el control, y rebuscó en su nueva/vieja maleta y descubrió con agrado y asombro que diez años después seguía usando el mismo bañador. Aunque ese sentimiento dio paso a la pena. Llevaba ya un tiempo descuidando su imagen, su gusto por la ropa nueva, las marcas. Y parecía que eso no iba a cambiar después de unos años. 

    Pablo salió del baño, ataviado ya con el suyo y se largó a toda prisa de la habitación con la toalla en la mano.

    —Adelantaros ustedes, ahora voy —dijo Juan sin mucho convencimiento, con la cabeza aún metida en la maleta. MArta se mantuvo en silencio y Juan sabía que lo estaba mirando con esa mirada suya de algo ocultas, esa mirada escrutadora que al final siempre le hacía cantar.

    Estás tapando.

    Juan siguió fingiendo rebuscar en la maleta, con los ojos cerrados, muy apretados, hasta que la ruego imperioso de su hija vino a socorrerle. 

    —Está bien, pero no tardes.

     La puerta volvió a cerrarse y Juan de nuevo entró al baño, a su delorean particular, rogando que ese viaje fuera el último.

    No se había dado cuenta pero seguía llevando el bañador en la mano. Aunque ya no era el mismo. Ahora era más grande y de un color más oscuro. Se lo puso, y aunque fuera de unas tallas más de las que él usaba le quedaba bien. El reflejo volvía a devolverle su aspecto actual pero se sentía diferente. Más cansado y dolorido. Sabio y paciente. Y triste.

    Entró de nuevo a la habitación, a la espera de encontrarse a sus hijos ya casados, con nietos y un ruido diferente que indicara ese nuevo aumento de familia.

    Pero solo había silencio. Un silencio que no reconfortaba. 

    Ya no había cama supletoria y solo había una maleta encima de la cama. Un bastón descansaba sobre la mesita auxiliar.

    Ningún ruido.

    Silencio.

    El teléfono comenzó a sonar. Juan, que incluso agradeció ese sonido, se acercó despacio y vacilante. 

    —¿Diga?

    —¿Papá? Ya has llegado.

    Juan se quedó en silencio. La voz era parecida a la de su mujer, pero no era la misma.

    —¿Papá? ¿Sigues ahí?

    —¿María? —Preguntó Juan con un nudo en la garganta.

    —¿Quién voy a ser si no? Es que no se porque te has empeñado en irte solo a ese hotel donde siempre íbamos de vacaciones con mamá. Y encima en la misma habitación. Es demasiado pronto. Podrías haberte venido conmigo. Paco y los niños tienen ganas de verte. No molestas.

    Juan se sentó en la cama y volvió a mirar a su alrededor. Solo una maleta.

    Silencio.

    —No pasa nada. Ya el próximo año mejor.

    Ambos callaron por unos segundos, que a Juan se le antojaron eternos. Más silencio. Lloraba. El silencio lo agotaba.

    —¿Estarás bien? —dijo al fin su hija.

    Juan respiró profundo y asintió en silencio. Le costaba hablar. Como si tuviera que masticar cada palabra para digerirla mejor. Al final, como un trago amargo, dijo:

    —Sí, hija, no te preocupes.

    Y colgó.

   Se levantó con esfuerzo y se encaminó de nuevo al baño. Cerró la puerta tras de sí y apoyó las manos en el mármol de la encimera que albergaba los dos lavabos. Cerró los ojos y comenzó a llorar.

    La puerta de la habitación se abrió y una voz familiar sonó en ella:

    —¿Juan?

    Era la voz de Marta, y esta vez sí era la de ella. Juan salió afuera, con los ojos aún llorosos. Llevaba puesto su bañador rosa y una camiseta de Bob Esponja que a Pablo le hacía mucha gracia.

    Marta lo miró extrañada pero no dio tiempo a nada más porque se acercó a ella corriendo y la besó. Con amor, con nada de cariño. Solo amor.

    —¿Juan? ¿Qué te pasa? ¿Has llorado?

    —No te preocupes, me quedé un rato en la cama disfrutando del silencio y me quedé dormido y he tenido una pesadilla.

    Marta lo separó unos centímetros y lo miró, con su mirada escrutadora. La de estás tapando

    —¿Una pesadilla? —Juan asintió— ¿Y ahora cómo te encuentras?

    —Bien, harto de silencio. Vamos con los niños. Quiero ruido cariño, todo el ruido que pueda. Eso es lo que quiero a partir de ahora.

    Ruido.

 

JJ Conti. 

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