Premoniciones

I

—Los tengo, señor. Van camino del cruce de la quinta con la sesenta y tres. Sí, va cogido de su mano. No, no parece que le fuerce a andar. 

—¿Qué hacemos? —susurra el agente número dos. El agente uno le indica con un gesto que espere. 

—De acuerdo. Los seguimos y le vamos informan…

—Están entrando a esa cafetería. 

El agente uno levanta la vista y ve como el hombre mira a los lados —no los ve— y entra en la cafetería. Se llama el mundo de Alicia. La fachada consta de un gran ventanal enmarcado por una estructura de madera verde, que culmina en su lado derecho con una puerta con un gran pomo dorado.

—Señor, acaban de entrar a una cafetería. No puedo distinguir mucho desde aquí, pero al menos hay diez personas. De acuerdo. 

—¿Vamos o no? —susurra de nuevo el agente dos. El agente uno repite el gesto, aunque con mayor rigidez en su brazo. 

—¿Y con el hombre que hacemos? De acuerdo. 

El agente uno mira el móvil y se cerciora de haber acabado la llamada.

—Quiere que entremos y cojamos al niño. No podemos esperar más, ella está impaciente. 

Comprueban que sus Glock 17 están cargadas y con el seguro quitado. Justo cuando el agente uno gira la cabeza hacia el café, una chica con delantal y un gran moño rosa mira al exterior por el ventanal, pero la pierde de vista al pasar por detrás de la puerta de entrada. 

—¿Pasa algo? —pregunta el agente dos. 

El agente uno niega muy despacio la cabeza. 

—No, creo que no, solo ha sido una sensación. Da igual. Vamos, acabemos con esto. 

Dentro, la camarera vuelve a entrar en escena. Se acerca al hombre y el niño y habla con ellos.  El hombre otea el exterior, mientras la camarera habla con el pequeño. 

—Nos ha visto. 

El hombre le dice algo al pequeño. Esboza una sonrisa y le coge de la mano.  

Ya no pueden verlos. Están ante la puerta de la cafetería. 

—¿Listo? —pregunta el agente uno. 

El agente dos palpa la pistola bajo su chaqueta. 

—Listo. 

El agente uno agarra con la mano el pomo dorado. Mira el cartel que hay en el centro de la puerta —cómeme y bébeme—, sonríe y comienza a girarlo.

II

Jonás no tenía ni idea de quién le recomendó ese trabajo, si lo leyó en alguna página, o el enlace a la oferta de trabajo llegó por obra y magia del algoritmo. Lo que sí recordaba era la cabecera del anuncio: “Se busca personal para un proyecto universitario, necesario conocimientos de informática”. 

El trabajo era sencillo. Consistía en ir recopilando, clasificando y resumiendo las premoniciones que personas desconocidas iban registrando en una web creada al efecto llamada: Premonitions. 

Había que organizarlas, primero, de forma temática y después cronológicamente, no en el orden de fecha de recepción, si no de la posible fecha en que acontecieran los hechos premonitorios. Y una vez realizado esto, comprobar las equivalencias con otras premoniciones registradas en la web. 

Las primeras semanas estuvieron bien, incluso fueron divertidas: ataques terroristas, avistamientos ovnis, meteoritos, magnicidios e incluso algún que otra premonición banal, como la pérdida de las llaves de la seroña Willson. Pobre Señora Willson, pensó Jonás aquel día, le auguro un día de mierda. Sí una cosa sabía Jonás es que en esa ciudad todo el mundo iba a lo suyo, y más tras la pandemia, que había vuelto a la gente más huraña, desconfiada e individualista. 

Pero a la quinta semana los mensajes sobre ese niño comenzaron a llegar. No fue la única equivalencia; la predicción de un terremoto en Haití, a finales de 2024, mostraba quince. Pero las de ese pequeño eran diferentes;  más personales,  más acuciantes. Al principio solo mencionaban a un niño, que cambiaría el mundo, que sería un gran líder… la palabrería típica y grandilocuente del arquetipo del salvador. Pero en seguida comenzaron a dar nombres, calles, localizaciones. Fechas. 

Jonás, al principio, hizo su trabajo. Pero las premoniciones eran cada vez más extrañas, más urgentes, y en imperativo: Protégelo, mientras él exista, hay esperanza para todos.

Poco a poco, el único dormitorio de su pequeño apartamento se convirtió en el escenario de la búsqueda de un asesino en serie. Un mapa, chinchetas de colores, post it con fechas a los lados. Nombres, calles, mensajes. Comenzó a catalogarlas en una carpeta aparte y no subirlas al sistema. Incluso empezó a buscar en otras web referencias al pequeño. Pero nada. Protégelo. Ninguna equivalencia. Hay esperanza. Ninguna mención. No queda tiempo. Nada que le ofreciera luz. Ella lo busca. 

El último mensaje lo había recibido esa misma mañana. Era claro, conciso. No revestía del léxico o la estructura apremiante de una premonición. No iba implícito una petición de escucha, de creencia. No. Era breve y directo, como los mensajes que una esposa le deja al marido en el frigorífico. Solo que en este no ponía: cariño. 

<<Jonás, 10 am Central Park Oeste. No lo olvides. TODO DEPENDE DE TÍ.  

La situación en la que se encontraba en ese momento, agarrando al pequeño de la mano,  era culpa de ese mensaje. De él y de la respuesta de su cabeza ante él: qué cojones… 

Jonás agarró la mano del pequeño con fuerza. El nombre de la cafetería le pareció pura ironía: el mundo de Alicia. Un mundo de fantasía en el que nada era lo que parecía y en el que cada elección parecía equivocada. Miró al pequeño. 

—¿Quieres descansar? —El pequeño asintió—. Vale. Nos tomaremos un chocolate caliente.

No había hablado desde que Jonás lo abordara en el camino de regreso a su casa. Ni una palabra. Como si ya lo esperara. Pero en el momento que le cogió la mano y lo desvió de su camino, Jonás ya había dejado de cuestionarse las cosas. 

La cafetería tenía una fachada que imitaba los pequeños e íntimos cafés de parís. El pequeño sonrió al entrar y ver justo encima de la barra la pintura de un conejo que corría y del sombrero loco que los perseguía con una taza de café en la mano.  El interior estaba a una temperatura agradable y el olor a cookies recién hechas, vainilla y café inundaba el lugar. 

Jonás, al entrar, tuvo una sensación extraña. Fue un segundo, una minúscula porción de tiempo durante la cual todo el espacio, el movimiento, el ruido, se detuvo  por un instante y se centró en ellos. Al momento volvió a subir el volumen del bullicio, las conversaciones ajenas, el tintineo de las tazas. Pero a Jonás le pareció como si hubiera asistido a un fallo en el inmenso show de Truman que era su vida. Estudió la cafetería y localizó una mesa vacía al fondo desde la cual tenían una vista clara del exterior. 

—¿Qué os pongo chicos?

La que hablaba era una chica de unos veinte años, tenía parte del pelo violeta, recogido en un moño coronado por un boli bic, que se había acercado a ellos tras tomar asiento.  

—Hola… María —dijo tras leer la placa de su pecho—  queremos dos chocolates calientes.

 La camarera asintió a Jonás para acto seguido mirar al pequeño, que se retorcía las manos bajo la mesa. 

—¿Estás bien? —Le preguntó María. El pequeño la miró a los ojos y asintió—. ¿Es eso lo que quieres? —El niño volvió a asentir. 

Jonás, ese momento, los vio. Dos hombres, dos trajes negros, con camisa blanca y corbata a juego con el traje que avanzaban decididos hacia la puerta de la cafetería. Todo estaba perdido. Lo había intentado, pero no lo había conseguido. Miró al niño, sin prestar atención a la camarera que seguía ahí, de pie, en silencio. Agarró la mano del pequeño y tras esbozar un intento de sonrisa, la apretó con ternura. 

—Lo siento. No he podido hacer más. 

Los hombres llegaron a la entrada y cuando empujaron la puerta, ésta no se abrió. Varios de los clientes se levantaron en ese momento y se colocaron estratégicamente ante el escaparate y la puerta, bloqueando la visión del interior del local. Jonás asistió a esa maniobra con la boca abierta. El niño no le había soltado la mano y ahora era él quien se la apretaba con dulzura. María le tocó el hombro y le forzó a mirarla. 

—Todos hemos tenido el mismo sueño, todos estamos aquí por el niño, Jonás. Tras la barra hay un espejo que en realidad es una puerta, y tras ella está Joe con su camioneta en marcha esperándoos, os llevará a donde le digáis —los golpes de la puerta eran cada vez más fuertes, escuchó a uno de los hombres como hablaba por teléfono y le preguntaba a alguien qué hacer—, no hay tiempo de pensar, Jonás, debéis iros. Debes protegerlo. 

El niño se levantó, abrazó a la camarera que cerró los ojos un momento, recibiendo el abrazo. Agarró, de nuevo, la mano de Jonás y tiró de él con suavidad. 

—Vamos, debemos huir de la reina roja y encontrar al sombrerero.

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