Hojas de hierba

Alba llegó pronto, nerviosa, y llena de dudas. Aún así estaba decidida. Miró el mensaje por enésima vez y repasó lo datos esenciales: jardín de Colón, a las 18 horas y con una bufanda roja anudada al cuello para reconocerse. Se sentó en un banco frente a la gran fuente del centro de la plaza y se frotó las manos. El tacto por su piel quedó interrumpido por su alianza. Se la metió en el bolsillo de su abrigo. 

—Las seis menos veinte —susurró para sí mordiéndose el labio. Miró a su alrededor, intentando atisbar una bufanda roja. Pero la única que vio estaba anudada al cuello de un anciano que estiraba el cuello orgulloso. Por el aspecto de la misma, tosco y artesanal, supuso que se lo habría tejido alguien que se acordó de él. A esa edad ,el olvido te cerca, respira su aliento en tu nuca, y cualquier detalle que haga notar tu tardía presencia en este mundo es agradecido como un tesoro. Todo va hacia adelante y hacia afuera. Nada se destruye y la muerte es diferente de lo que se supone; y más feliz. Miró hacia el otro lado, amagando una sonrisa triste y se percató de la existencia de un pequeño armario de madera que tenía aspecto de una casa nido. Se quitó la bufanda, que comenzaba a picarle en el cuello. Había sido una idea estúpida con los veinte grados del invierno en Córdoba. La dejó sobre el banco. Rodeó el armario, era un sembrado de libros, o así lo llamaba ella. Había al menos una docena de ellos. Fue recorriendo con el índice sus lomos, ladeando su cabeza para leer los títulos. A medio camino descubrió un pequeño libro, delgado, casi insignificante, pero que le provocó un estallido de emociones en la boca del estómago. Antes incluso de tocarlo, de cogerlo, lo reconoció. 

—Hojas de hierba —bisbiseó sacándolo de su lugar con lentitud. 

Su tacto, la imagen de su portada, le trasladó a otro tiempo y a otro lugar. No diferente, sino sin duda mejor. A una tarde de diciembre de 1989 en la que tras ver el club de los poetas muertos deambuló por las estanterías de madera y aroma a sabiduría que poblaban la librería Luque. Buscaba con fruición un ejemplar de Walt Whitman. Oh capitán, mi capitán. Al encontrarlo, en el delgado perfil del único ejemplar que había, confluyeron dos manos que la poesía unió hasta ese momento en el que una bufanda roja era el estandarte del fin, el comienzo de las dudas. 

Los dos se miraron. Alba con cierto rubor y Juan con sorpresa distraída. 

—Disculpa —balbuceó el chico, pero sin dejar de agarrar su parte del libro. 

—No pasa nada —respondió ella apretando la pinza con la que lo agarraba. 

Tras unos segundo de feroz lucha, Alba, al final, lo soltó. 

—Espera —añadió Juan—, vamos a preguntar si hay otro. 

No lo había, y aquella tarde, llena de cafés, poemas y sonrisas inauguró su trayecto común. 

Pero esa tarde en la plaza, Alba, sentía que todo había cambiado, como ese libro. La cubierta estaba ajada, cicatrizada por el tiempo y el carácter de sus dueños. No podía ser el mismo, el de ellos seguía en la caja de cuando se mudaron hacía dos años. En su cárcel, sin comunicación, sin roces, sin caricias a sus hojas al pasar de una página a otra, del recorrido de su dedo índice, o el de él, siguiendo el curso de sus palabras en cada párrafo, con el sonido relajante del rasgar de su uña en el camino. No. No era el mismo, y si lo era. Lo abrió y se encontró con heridas subrayadas:

Me festejo y me canto 

y lo que yo asuma tú habrás de asumir, 

pues cada átomo mío también es tuyo. 

Leyó, murmurando las palabras. 

No ha sido aquel que desde la infancia me ha besado cada día quien me ha atado y anudado este lazo que a él me une. 

Continúo, buscando las marcas rojas que señalaban sus recuerdos. Buscó entre sus páginas un pasaje que amaba y se sorprendió, con una sonrisa completa en sus labios, al comprobar que el lector que había dejado ahí ese epílogo, también lo había subrayado:

El eco no devolvía todo. 

Y así era, porque el eco necesita de un obstáculo y de que el origen de ese sonido esté en el mismo lugar esperando a que regrese. Grave, melodioso. Pero ella no esperaba y él ya no paraba el ruido. Los ecos se habían convertido en gritos, y los sonidos se habían vuelto ininteligibles. Siguió buscando, pasando las hojas amarillentas, rasgadas en sus bordes algunas, pero que aún contenían la misma esencia, las mismas palabras que una vez escuchó y amó:

—Creo que una hoja de hierba no es menos que la trayectoria de las estrellas —recitó Juan con entusiasmo— ¡Y es verdad! Todas las cosas del universo, como dice Whitman, constituyen milagros. La unidad, las contradicciones… Todo es único —y aprovechando esa pasión de los versos, agarró su cara con dulzura y la besó por primera vez— Yo y este misterio aquí estamos de pie. 

Respiró profundamente y una solitaria lágrima recorrió su mejilla, como recordando su piel el tacto de aquel beso. Fue a la última página, en la que Juan escribió su prefacio aquella tarde en la cafetería, tras regalarle el libro. No estaba, pero no hacía falta. En otro universo, en otro libro: estaba ahí.

—Disculpa. 

Alba se volteó para encontrarse con un hombre que la miraba, sonriendo, unido a una bufanda roja. 

—¿Es tuya esta bufanda?

—No, lo siento. La ha dejado antes una chica que pareció recordar algo que había olvidado. 

Y tras decir esas palabras comenzó a andar hacia la salida. Se colocó la alianza de nuevo en su dedo y con el libro apretado en su pecho recordó la dedicatoria de Juan al regalárselo:

Quédate conmigo este día y esta noche y poseerás el origen de todos los poemas. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Volver arriba