El entierro

—Quiero que te lo pienses bien. ¿Estás seguro? Ya no habrá vuelta atrás.

Uriel no entendía porque Simone insistía tanto. Solo era el entierro de su abuela.

—Sí, ya me lo has dicho varias veces. Estoy seguro. No entiendo a qué viene esto. No es mi primer entierro.

Simone realizó el gesto de añadir algo más, pero asintió con gravedad y se frotó las manos.

Uriel le dio las gracias al hombre del surtidor y arrancó el coche.

Estaban a apenas quince kilómetros de su destino. Un pequeño pueblecito de la campiña cordobesa. Nória. Con tilde en la o, como vestigio de sus orígenes brasileños. Simone mantuvo el resto del trayecto su pose de gravedad. Uriel la miraba de reojo. Debería estar triste y no preocupada. Había algo más. ¿Vergüenza? Lo normal en un entierro es sentir tristeza, nostalgia, mirar hacia arriba y a la derecha buscando recuerdos visuales, tamizados por la benefactora sensación de despedida. ¿Pero preocupación? Con la muerte acababan los problemas, el dolor. Si estuvieran en una película de los noventa, Uriel, lo entendería: tras la primera muerte vienen más muertes, cada vez más sangrientas y grotescas. Pero ese no era un jodido slasher solo era el entierro de Patricia: una mujer de noventa años que había cuidado de su familia y que un día se acostó y no se levantó nunca más. Incluso la muerte había sido silenciosa, silente como decía su tío Teodoro, el poeta; había arropado a esa anciana y le había engañado susurrándole al oído que no se preocupara, que solo era un sueño. Su madre siempre le había dicho que él iba para poeta y ahora que pensaba en esos términos hasta dudaba en darle la razón.

Enfilaron la calle principal del pueblo. Las casas eran todas iguales, su fachada tenía parte encalada y parte con sillería gris.

—Es precioso tu pueblo. Parece todo recién pintado.

—Está recién pintado. Todo el pueblo se pinta dos veces al año.

—Pues el pintor del pueblo tendrá una mansión.

Simone sonrió por un segundo pero en seguida rectificó el rictus, como si le hubiera sentido vergüenza.

El pueblo estaba silencioso, como si todo el pueblo estuviera de luto; como si la muerte de uno de sus habitantes más longevos hubiera hecho de pronto a todos tomar conciencia de la muerte.  Todo el trasiego de personas se dirigía al mismo punto. Al mismo que ellos. La iglesia de la plaza central.

—Aparca ahí. Esa es la casa.

Justo delante había un espacio libre. Existía un orden en aquel lugar. Todo estaba en su sitio. No era paz, era más una sensación de armonía. Como si un padre silencioso y estricto guiara los designios de ese pueblo: “es que así es como debe ser”; el orden que se respira en cada evento que hubiera sido cuidadosamente orquestado.

Uriel aparcó en silencio. paró el motor y se giró hacia Simone.

—¿Estás seguro? Podemos irnos, mi madre lo entenderá.

—¿Qué entenderá? Es un entierro Simone. Me estás empezando a preocupar.

—No solo es un entierro cariño, también es un bautismo. Formarás parte de nuestra familia y ya no habrá vuelta atrás.

Uriel suspiró ruidosamente, ahí estaba al fin la razón de todo: miedo escénico. Salió del coche. Dos parejas, camino de la iglesia, los miraron desde la acera de enfrente. Se susurraron algo y saludaron a Simone desde la distancia sin quitarle ojo al forastero. Al principio, Simone, se envaró pero después les correspondió con una fino gesto de sus labios. Uriel frunció el ceño. No le gustaba la forma en la que lo miraban, no había curiosidad en sus ojos.   Simone agarró la mano de Uriel con fuerza. Tal vez con demasiada fuerza, porque Uriel arrugó la cara, sacándolo de su ensimismamiento y la miró con extrañeza. Tenía las manos húmedas por el sudor.

—¿Estás tú segura? —preguntó sin dejar que ella avanzara, y forzándola a girarse.

Simone, frente a él, respiró profundamente y le acarició el mentón.

—Sí, Uriel, yo sí. Por eso te dije que vinieras, pero es que…

—¿Pero es qué? —repitió Uriel con tono exasperado.

—Nada —respondió Simone besándolo en la mejilla con tranquilidad, con tiempo—, pronto lo comprenderás todo. Cuando llegue el momento tendrás que decidir, si te quedas conmigo será para siempre y nunca podrás dejar de pertenecer a este pueblo.

Uriel la besó en la frente.

—Yo ua te pertenezco, Simone Pereira.

Simone respondió con una media sonrisa apagada. Uriel volvió a besarla, breve, en los labios.

Iniciaron el camino. Todos los lugareños iban vestidos de negro. De todas las casas salía alguien, confirmando la sensación de Uriel. Todo el pueblo estaba de luto y parecía que además todos iban a asistir al funeral. Cuando llegaron la plaza estaba repleta. Una masa oscura y silencioso esperaba ante la puerta de la única iglesia del pueblo. Blanca y con sillería gris, como el resto de las construcciones, pero con una torre en su margen derecho rematada con un pequeño campanario que comenzó, en ese momento, a doblar sus campanas por la muerte de Patricia.

Uriel y Simone se acercaron a la puerta y allí, en primera fila, estaba su familia. Suegro, suegra y cuñada. La hermana de Simone había cumplido catorce años hacía tan solo una semana. Uriel había asistido al cumpleaños que lo habían celebrado en la ciudad, con ellos, y en ese momento a Simone no vio que le importara tanto. Uriel había congeniado en seguida con sus padres. De hecho, al acostarse esa noche Uriel le había dicho que le había caído genial su padre. Habían hablado de películas y libros, su conversación favorita, y a lo largo de esa tarde no tuvo la sensación de que ese hombre estuviera impostando su simpatía.

Pero en ese momento, los padres de Simone, lo miraron como si no esperaran ver a los dos en ese lugar. La pequeña ni siquiera lo saludó. Mantuvo la misma posición: cabeza gacha hacia sus zapatitos de charol que hacía chasquear con el adoquinado de la plaza.

—Hola Uriel —saludó la madre de Simone al verlo, y acto seguido se dirigió a su hija— ¿estás segura?

Otra vez esa jodida pregunta. ¿Pero que coño le pasaba a esa gente? Era solo un puto entierro. Un par de apretones, un lo siento, un que jodida es la vida. ¿Porque se lleva a los mejores? ¡No Señora! No se lleva a los mejores. ¡Se lleva a todos!

Simone asintió con gravedad y volvió a apretar la mano de Uriel con fuerza. Un Uriel que cada vez se encontraba más incómodo. Todo el pueblo lo miraba, como si todos estuvieran a punto de formularle la misma pregunta:

“¿Estás seguro?”

“¡Sí! ¡Estoy seguro!”

Uriel estuvo a punto de gritarlo, pero solo asintió y esbozó una media sonrisa a su suegro.

Él no le respondió.

Las puertas de la iglesia se abrieron y la masa de gente comenzó a entrar tras ellos; más de la mitad se apelotonó en torno a la puerta, cuando todos los bancos se habían llenado. La iglesia era un edificio rectangular sencillo, sin estridencias ni decoración religiosa, a excepción de un gran altar de piedra y una cruz a modo de retablo.

Y frente a éste: el ataúd. Cerrado.

La liturgia fue la acostumbrada. Tres lecturas, sonido de levantarse y sentarse, un “la paz sea contigo”, un padrenuestro y una homilía sobre lo estupendo que era morirse y sentarse a la derecha del padre supremo. Tras terminar la misa varios hombres del pueblo se acercaron al ataúd y lo levantaron. Comenzaron a salir de la iglesia con el féretro apoyado en sus hombros y conforme iba avanzando la fila por la que pasaba salía tras él de forma ordenado. De nuevo ese orden, ese orden orquestado.

En apenas unos minutos un gran desfile silente iba tras el cuerpo de la anciana en pos del cementerio, pensó Uriel, que se sentía el blanco de todas las miradas. Aunque él sabía que no era solo una sensación. Simone le agarraba la mano con fuerza. Todos salmodiaban algo, pero Uriel apenas entendía las palabras. Sonaban como a portugués, arrastrando los sonidos espesos que salían de sus labios.

La comitiva iba hacia las afueras del pueblo. Uriel vio una indicación del cementerio del pueblo, pero los mozos jóvenes que acarreaban el féretro no siguieron ese camino. Giraron a la izquierda y ante ellos pareció la plaza de toros del pueblo. Uriel comenzó a fruncir el ceño y Simone, sin mirarlo, empezó a recitar la misma letanía que los demás y apretar aún con más fuerza la mano. Una súbita sensación de urgencia le reptaba por la espalda y le susurraba al oído: “¿dónde cojones te estás metiendo? ¿Estás seguro?”

No, no lo estaba.

Los hombres dejaron el ataúd en el centro del ruedo y esperaron a que la familia llegara a ese punto. Asintieron con gravedad y se dirigieron a las gradas, como el resto del pueblo. La familia de Simone rodeó el cuerpo de la abuela, esperando a que se fueran sentando. El cura se acercó a ellos y le entregó una especie de rollo de piel que parecía contener utensilios de metal por el tintineo. Tras dárselo al padre de Simone le hizo un gesto a Uriel.

—Acércate, por favor.

Simone le soltó la mano sin mirarlo y Uriel, nervioso, oteando la plaza a su alrededor, se acercó.

—Uriel —dijo el sacerdote, ungiéndole la frente con una especie de óleo que despedía un aroma herbal—, a partir de este momento estarás unido a esta familia y a este pueblo hasta el fin de tus días, hasta que la muerte aligere tu peso y tu corazón alimente a tu familia.

Uriel cerró los ojos e inclinó la frente, en esa situación, lo único que le restaba era mantener la calma y hacer lo que se esperaba de él. El movimiento del dedo del sacerdote describió una espiral en su frente y cuando abrió los ojos su suegro le estaba ofreciendo un cuchillo.

—Pero…

—Uriel —interrumpió su suegro— hijo mío. Hoy es el día en el que entras a formar parte de nuestra familia.

Mientras decía esas palabras, uno de los mozos que habían llevado el cuerpo de la abuela volvió con un haz de leña en su regazo y dejándolo sobre el suelo lo prendió.

—Cariño —susurró Simone a Uriel, acercándose a él y cogiendo el cuchillo de manos de su padre y entregándoselo—, nuestras tradiciones son más antiguas que el cristianismo, datan de hace unos nueve mil años —continuó Simone, mientras el mozo que había encendido la hoguera abría el ataúd mostrando el cuerpo de la anciana. Estaba desmembrado. Entero, pero separado. La cabeza, los brazos y las piernas contenían un espacio con el torso de unos centímetros que no debería de existir—. Una vez morimos volvemos a la tierra y el fuego.

Uriel ya no miraba a Simone. La hermana pequeña de ésta se había acercado al cadáver de la anciana. Besó la frente de su cabeza separada. Cogió un brazo y lo lanzó a la hoguera. La letanía que Uriel no había dejado de percibir en susurros subió de volumen y la madre de Simone asintió con agrado a su hija menor.

—Mírame Uriel —dijo Simone agarrándole su barbilla para forzar su posición— ya no hay vuelta atrás. Ya no puedes irte. Ellos no te dejaran.

Al escuchar estas palabras Uriel la miró y vio decisión en su mirada. No mentía.

—¿Lo entiendes? —le preguntó el sacerdote, y el resto de público de pronto quedó en silencio esperando su respuesta.

Y Uriel lo entendió. No había vuelta atrás.

La madre de Simone se acercó al ataúd, cogió la cabeza de su difunta y tras besarla en la frente también, la lanzó al fuego.

—¿Lo entiendes? —volvió a peguntar Simone.

Y Uriel asintió. Lo entendía. Ya no solo pertenecía a Simone, también a ese pueblo. Agarró el cuchillo. Simone le sonrió, como si estuvieran sellando su amor, como si “un quieres a esta mujer” hubiera salido de los labios del sacerdote y no en cambio las palabras que siempre recordaría. Que sabía, y entendía, que eran literales:

—Ha llegado el momento de descubrir el corazón de patricia y alimentar el amor de su familia.

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