María

—Tome la foto.

Peter la cogió de la mano del policía con cuidado de no rozar su piel. La miró con curiosidad. En la imagen se veía a una mujer de unos veinte años que agarraba a un niño pequeño, apoyados en un coche de esa época. La fotografía era de los años 50, dato que confirmó al darle la vuelta y leer la inscripción manuscrita del dorso: 4 de abril de 1953.

Sonrió a pesar de sus esfuerzos.

—¿Qué puede decirme sobre esa foto?

Peter acarició con la yema de su dedo pulgar la fotografía, como recorriendo el contorno de la cara de la chica.

—Se llamaba María —exclamó como perdido en cavilaciones, en recuerdos pasados.

—¿Se llamaba o se llama? —preguntó el policía frunciendo el ceño.

—Se llamaba —repitió Peter con seguridad. 

El policía se arrellanó en la silla y cruzó los brazos sobre su pecho.

—Continúe por favor.

—María estaba feliz. Él le había dicho que esta foto era para recordarles los días felices, en los días tristes que pudieran venir. A ella le gustó la idea, le creyó. Estuvo toda la mañana eligiendo la ropa que se pondrían ella y el pequeño. Bañó al niño. Pero…

—¿Per…? —comenzó a decir el policía, con leve temblor en su voz, al tiempo que se inclinaba hacia adelante.

—Pero sabía que algo no estaba bien —continuó Peter, perdido en sus pensamientos, ya no escuchaba al policía y lo interrumpió como si no lo hubiera oído—. Él había llegado con ese coche nuevo, y caro. El olor, ese olor la acompañó hasta el final. El olor de la piel recién estrenada, de la gasolina, de los vinilos. Debía ser un olor placentero, pero para ella no lo era. Para ella significaba que algo fallaba. Que no cuadraba, como le decía su madre. El coche era demasiado caro. Y después estaba lo del lugar.

—¿El lugar de qué?

—Ese cortijo —continúo de nuevo Peter sin tener en cuenta las palabras del policía que comenzaba a estar cada vez más nervioso—. Él le había dicho que era de unos amigos. Pero ellos no tenían amigos, y menos amigos tan ricos. Pero como siempre, le creyó. Se acurrucó en el olor de su hijo, que le recordaba al olor de los sobaos pasiegos, mezcla de mantequilla y bizcocho. Le hizo ser imprudente, le hizo pensar que nada malo podía pasar, que él no se atrevería ahora que eran padres a volver a pegarle. No pensó mucho, tenía dudas, pero su corazón le engañaba diciéndole que ya le tocaba ser feliz. Él también se lo decía. Siempre había sabido leer muy bien entre líneas a María. Siempre sabía lo que su corazón quería escuchar.

—¿Pero la quería?

Esta vez sí, la pregunta sacó a Peter de sus cavilaciones que ladeó levemente la cabeza con curiosidad. El policía, visiblemente incómodo, miró hacia abajo y con un gesto de su mano le pidió que continuara:

—No lo sé. No puedo saber lo que él pensaba, solo lo que ella piensa ahora de él.

El policía abrió levemente la boca como para añadir algo pero desistió en el último momento.

—Estuvo, como le he dicho, bañando al pequeño y todos esos pensamientos se le pasaron por la cabeza mientras le enjabonaba la espalda con suavidad. Pero la sonrisa del pequeño le provocaron una indolencia, una despreocupación, una certeza de que todo iría a mejor. Se equivocaba. Él la llamó cuando aún estaban en la bañera. Le dijo que se diera prisa que el fotógrafo estaba al caer y que vendría con sus amigos, los dueños del cortijo. Que se pusiera guapa para conocerlos. Que eran personas importantes —el policía asintió—. Y ella lo hizo. Sacó al pequeño de la bañera y lo secó, parándose de vez en cuando para oler su pelo, que también olía a nuevo, y besarle en la frente.

—¿Podría ir al momento de la foto? —interrumpió el policía apartándose un mechón de la frente.

Peter se removió inquieto en la silla y dejó la fotografía sobre la mesa.

—Cuando María bajó, con el pequeño en brazos, el fotógrafo ya estaba preparándolo todo. Él insistió en que se pusieran delante de su flamante coche nuevo. María estaba nerviosa, no sabía muy bien por qué, pero lo estaba. Junto al fotógrafo había una pareja de unos cuarenta años. Un hombre de traje oscuro que agarraba a una mujer vestida con una ligera blusa y una falda hasta los tobillos, que sonrió demasiado al verlos aparecer. Algo no cuadraba, pensó María, que sin saberlo había percibido que esa mujer solo miraba al pequeño, como si ella no existiera, como si no contara.

—¿No dice que ella no sabía porqué estaba nerviosa?

—Y no lo sabía, pero yo sí.

El policía respiró por la nariz, y echó la espalda sobre el respaldo de la silla. Esta vez solo asintió y Peter continuó con su relato:

—Una madre sabe cosas en su interior que a veces no sabe explicarse. Digamos que María presentía algo pero que la felicidad de tener a su hijo e inmortalizar ese momento no le dejaba espacio en su cabeza para la precaución. El fotógrafo le dijo que pusiera al pequeño en el suelo, ella lo hizo, y lo agarró con fuerza, tanta que al instante de hacer la foto el pequeño rompió a llorar. Y a partir de ese momento todo se precipitó. El fotógrafo, que también era el guardaespaldas de la pareja, cogió al pequeño y se lo entregó a la señora que comenzó a mecerlo con fuerza al tiempo que le decía: “ya está, Alfredo, ya está. Ya está aquí tu mamá”.

—¿Tu mam…?

—María intentó arrebatar el niño a la mujer que ya se dirigía hacia su coche cuando el fotógrafo le dio una bofetada y la tiró al suelo. Él lo miraba todo impasible, incluso se encendió un cigarrillo —continuó Peter con la mirada perdida—. Ella lloraba en el suelo. La pareja se montó en su coche y esperaron. El fotógrafo lo miró y él dijo: yo me encargo. El fotógrafo asintió, guardó todo en el maletero y se metió en el coche de la pareja en el asiento del conductor. También era el chofer. Él tiró el cigarrillo al suelo y se acercó a María que lloraba desconsolada en el suelo…

Peter se quedó callado entonces. El policía también se había encendido un cigarro y se mordía el labio con fuerza al tiempo que expulsaba el humo por la nariz.

—No continúe. No es necesario. ¿Puede decir donde está el cadáver?

Peter asintió.

—El cortijo lo han localizado ¿verdad?

El policía asintió.

—Tengo allí a unos cuantos hombres buscando pero ya llevamos dos días de batida y nada.

—También lo tienen a él —dijo Peter.

El policía apretó la mandíbula y apagó el cigarrillo con furia.

—Sí, pero sin cadáver no tenemos nada.

Peter, con tranquilidad, sacó también un cigarrillo y miró al policía:

—¿Han buscando bajo un sauce que hay en el linde oeste de la finca?

El policía no respondió. Salió fuera de manera atropellada y dejó a Peter solo, fumando y observando la fotografía. La mantuvo una vez más ante él. El policía entró y se sentó de nuevo. Sacó otro cigarrillo y comenzó a fumar.

—El pequeño está vivo, ha tenido una vida fácil. La pareja era muy adinerada, pero él nunca se sintió en casa. Sabía que no pertenecía a esa clase. Siempre ha estado buscando a su madre— añadió como en un bisbiseo Peter mientras miraba la fotografía velada por el humo de su cigarrillo.

—Nos habló de usted el Comisario Gonzalo —le cortó el policía interrumpiendo las cavilaciones de Peter.

—Gonzalo… un buen hombre. Le ayudé en el caso del pirómano de Sevilla.

Dejó la fotografía sobre la mesa. Sacó de su bolsillo unos guantes de lino y algodón negros y se los puso.

—Sí, yo no creo mucho en estas cosas, espero que no se ofenda.

—No ofende, yo tampoco las creía hasta que tuve aquella caída y mi don se activó. Soy un escéptico de mí, pero por desgracia acierto, según el último estudio que me han hecho, el 84 por ciento de las veces.

La puerta se abrió pero antes de que el policía uniformado que había asomado la cabeza en la sala dijera nada, Peter dijo:

—Si miran en el bolsillo de su vestido encontrarán una carta que ella le había escrito a él, con nombre y apellidos, contándole lo feliz que se encontraba y que todo cambiaría a partir de ese día. Por desgracia lo único en que tenía razón era en que todo cambiaría.

El policía uniformado se quedó boquiabierto mirándolo. El interrogador lo observó con aire divertido, pero triste, y le preguntó si habían hallado el cuerpo. El policía uniformado asintió sin cerrar la boca.

—Puede marcharse agente y dígale a los compañeros que comprueben lo de la carta.

Peter se levantó, consciente de que su trabajo había terminado. El policía también lo hizo.

—¿Quiere usted un café o algo?

—No, yo ya he terminado. No tengo más información, aquí ya solo molesto.

El policía asintió. Peter se acercó a él mirándole a los ojos. Se quitó con disimulo el guante de su mano derecha, que alargó para estrechar la del policía. El policía hizo lo propio y comenzó a pronunciar un agradecimiento que quedó helado en su garganta:

—Es usted.

—¿Perdone?

Peter no le soltaba la mano. El policía intentó sin éxito zafarse del apretón pero no tenía fuerzas. Las rodillas le fallaban.

—El niño de la foto. Es usted, ¿verdad?

Alfredo pudo al fin liberar su mano y con una sonrisa melancólica miró a Peter y asintió.

—Sí, y ahora gracias a usted mi padre pasará el resto de su vida en la cárcel pagando por el asesinato de María. Mi madre.

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