El hijo de las estrellas

El hijo de las estrellas


Un zumbido eléctrico atrajo su atención, aquello significaba actividad, y aún era demasiado pronto. Recibían datos desde Washington tan sólo una vez al año y sólo habían pasado seis meses desde la última comunicación. Se sentó en la silla de mandos y tecleó rápidamente. La pantalla se inundó de cifras e informes. Lloyd, el informador de la colonia, esperó temiendo lo peor, a que terminara de descargarse la información.

A tan sólo un kilómetro de allí, Kelsei, el menor de la colonia, terminaba sus tareas educativas diarias. El pequeño Kelsei era la razón por la que estaban ahí, una nueva raza que acabara con las diferencias. Un niño creado a partir de la mezcla de los genotipos de cada una de las razas que pueblan el planeta tierra. Hubo quien rechazó la idea, buscar la raza pura ya habría traído problems en el pasado, pero Lloyd argumentó que no buscaban la raza perfecta, si no la raza que acabara con las desigualdades, la mezcla de todos en ese pequeño cuerpo.

Al final se realizó el experimento y el resultado fue mucho mejor de lo que se esperaba. La inteligencia del niño era muy superior a la media y de una belleza inigualable. Un rostro formado de una mezcolanza de rasgos de cada raza, quizás la escasez de su vello y su pequeña estatura fue lo único que en cierta manera podía parecer anormal, pero ambos eran marcas evolutivas de la especie humana que se habían anticipado en él.

Lloyd se acercó a uno de los ojos de buey. Rozó con la yema de los dedos el cristal de seguridad y observó las estrellas y los planetas. Tan cercanos y a la vez tan lejanos. Suspirando, apartó la vista de la ventana y se encaminó hacia la sala de ocios.

Cuando llegó, Kelsey ya estaba allí. Era una pequeña estancia con paredes acolchadas, que contaba sólo con una silla y un ordenador de última generación, con cerebro positrónico, totalmente autosuficiente y dotado de emisor de expresión, a través del cual era capaz de hablar. Aunque se le dotó de una voz mecánica y discontinua, al estilo de las películas del siglo XX. Eso fue idea de Lloyd.

–Buenos días Kelsei. ¿A que quieres jugar hoy?. –El niño sonrió y se acomodó rápidamente frente al monitor de plasma, se colocó el yelmo virtual y al rato comenzó a realizar aspavientos y gestos con las manos. Seguro que estaba de nuevo jugando al Maniac Mansion. Los ordenadores de última generación, como novedad, incluían un chip que era capaz de procesar no sólo ordenes orales sino también mentales.

Lloyd lo observaba con una mezcla de amor y tristeza. Tras el envío recibido, le había seguido todo un torbellino de acontecimientos, a pequeños intervalos de minutos, algo inusual. Y a cada nuevo suceso, la situación parecía agravarse. Cuando la comunicación cesó volcó la información en las tablets.

En el lago reverencial, un pequeño ecosistema natural reproducido en aquél espacio de tan escasas dimensiones en el que todos se tomaban un respiro, una pequeña luz roja se iluminó, avisando al consejo de que algo acababa de pasar. Rápidamente los seis sabios se levantaron de sus camastros y mesas de estudio y acudieron al aviso.
Lloyd se dirigió a la sala del consejo mientras, Kelsei, de diez años, seguía enfrascado en su juego.

CUG, al tiempo que entretenía al niño iba leyendo las misivas que llegaban, ya que contaba con un sistema multitarea, lo que le posibilitaba realizar varias operaciones a la vez, millones de ellas. CUG era el nombre que la empresa que lo creó le había dado, pero Kelsei, cariñosamente, lo llamaba Asimov, en honor al autor de un libro que había leído años atrás, y que le asombró la exactitud con la que descubrió avances que no llegarían hasta mucho tiempo después.
Los sabios leyeron ávidamente los comunicados, y uno tras otro se sintieron abatidos ante las evidencias. Lloyd se secó las lágrimas y al leer la última misiva bajó la cabeza, abatido.

–Kelsei, pobre niño. Quizás ya nunca podrá ver lo que tanto ansiaba —dijo, con la voz quebrada a causa de la conmoción.

Los demás se quedaron mirándolo y asintieron en silencio.
Asimov, también había recibido aquella última noticia. Y a su manera también lloró. Sus circuitos experimentaron una pequeña descarga eléctrica, lo más parecido a la lástima y a la tristeza que una máquina puede sentir. Si hubiera tenido ojos hubiera mirado con compasión a Kelsei, el hijo de las estrellas, el único niño que había nacido en una estación espacial colonizadora. La única misión enviada para hallar otro planeta habitable. Las posibilidades eran remotas, y todos sabían que existía el riesgo de no encontrar nunca nada parecido a su querido hogar.

La cuarta guerra mundial había durado apenas unas semanas, el resultado fue la autodestrucción de la Humanidad. Todos acababan de ser testigos, dato a dato, de cómo todo había ocurrido un mes atrás; el tiempo que tarda en llegar la información a la estación espacial.

Nunca antes habían sido conscientes de su soledad, nunca antes habían sentido el peso de ser la única esperanza, de estar solos, en el espacio y en el tiempo.
Si Asimov tuviera ojos lloraría.

Kelsei, ajeno a todo, seguía inmerso en su mundo virtual. En ese momento estaba en el centro de un gran bosque de secuoyas, observando un pequeño ciervo que pastaba. Aquel sistema simulaba el ambiente terráqueo con un noventa por ciento de verosimilitud. Lo más cerca que Kelsei estaría de conocer aquel mundo que le había abandonado. Al que no pertenecía ni nunca lo haría. El había nacido entre estrellas y en ese momento, era el único niño humano en la existencia.

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