Mouros

I

Ahí estaba de nuevo aquel camino, sinuoso y retorcido, que abrazaba la montaña. Pablo sudaba, con la mirada perdida en  el vacío que se extendía a su derecha. Apretaba los puños, seguramente aferrándose a la poca cordura que aún le quedaba.

Aparcaron en la pequeña explanada, si se le podía llamar así. Era la única zona en  que la calzada se ensanchaba lo suficiente como para que cupieran dos coches. Se apearon y continuaron a pie.

Que diferente era todo de la primera vez que coronaron esa cima. La diferencia no estribaba solo en el carácter de ambos. Ilusionado él, dubitativa ella. Esta vez Pablo era un manojo de nervios que apretaba la mandíbula como si probara posturas hasta encajar las quijadas sin ninguna fisura. Marta también estaba asustada. Pero esa vez estaba más decidida. Todo dependía de ese momento.

Apenas distaba cien metros de la pequeña abertura en las murallas. Echaba rápidos vistazos atrás. Se mantenía a una distancia prudencial, aumentando o disminuyendo su velocidad según el ritmo que él llevara. Miró de reojo la inscripción de la entrada, como hiciera aquel primer día, aunque ahora el mensaje había adquirido todo su significado.  La sensación era diferente, también le faltaba el aire pero la determinación a entrar esta vez no presentaba fisuras. Apretó los dientes y traspasó la hendidura. A su derecha, en el primer nivel de aquella barbacana, vio el cadalso. La otra vez no pasó de ese punto.

Pablo rebasó la muralla, y se detuvo, resollando, apoyado en la cicatriz que daba paso al interior. Sus pupilas deambulaban nerviosamente de un lugar a otro.

— Vamos —le espetó Marta con decisión y siguió ascendiendo.

La noche empezaba a caer, el tiempo había pasado a una velocidad vertiginosa.

Pablo apretó los puños con furia.

—Esta vez no te cuesta subir, zorra estúpida, ¡foder! —Cogió aire y siguió adelante, tras MArta que había hecho caso omiso a su comentario.

La pequeña construcción era una iglesia de cajón de una sola nave. De ladrillo y cubierta por un tejado de madera a dos aguas. Anexada a ella,  una pequeña torre campanario al nivel de la edificación en su ángulo derecho. Su exterior era sobrio,  a excepción de una cruz frente a la entrada y una pequeña  capilla excavada en la fachada bajo un arco que guarecía el acceso. Tenia dos puertas: una principal, y otra , pequeña, en uno de sus costados oculta tras la torre, con cuatro peldaños que describían la forma de una ele en su subida.

Marta se acercó a la principal y sopesó con resignación el oxidado candado.  Se dirigió a la segunda, que era de metal, la superficie presentaba un tono pardo de herrumbre.  Apoyó el hombro en la puerta  y consiguió hacerla ceder un poco tras varias arremetidas violentas.

Al abrirse la hendidura, un aire frió y con olor a moho salió del interior. Siguió empujando, pero la puerta no cedía más. Pablo llegó en ese momento, se dirigió al lugar mirando a Marta con furia en los ojos y la boca encogida como reteniendo los instintos, que le atosigaban desde que hubieran salido. La empujó y aprovechando ese calor interior que lo abrasaba y poseía por momentos, arremetió contra la puerta y la abrió lo suficiente para entrar sin mirar atrás. Parecía que conforme se acercaban al lugar el miedo y la indecisión se habían convertido en furia. A MArta no le importaba mientras que eso les ayudara a acabar al fin con ese infierno. Pero también sabía que corrían el peligro de que esa furia se volviera físicamente contra ella, otra vez.

En su interior había bancos rotos y restos de velas esparcidas por toda la estancia. Pablo comenzó a colocar las velas a escasos centímetros de la pared sin dirigir la mirada más allá del objeto que manipulaba, incluso agradeció la escasa luz, que lo centraba en su labor. Debía mantener su mente ocupada. Eran medidas de protección se repetía.

  Marta, entró tras él sin pensarlo, era la única forma, cada uno, a su forma, luchaba en su interior. Encendió la linterna. La falta de ornamentación también era la nota imperante en el interior. Las paredes estaban totalmente desnudas y húmedas por la condensación.

—Es más una celda que una iglesia —murmuró Marta. Si PAblo la había escuchado no dio muestras de ello.

Continuó alumbrando cada recoveco de la estancia, evitando la figura encorvada de aquel ser que hasta hacía poco había llamado pareja. Los únicos detalles que le conferían un carácter religioso a aquella construcción en su interior eran una pequeña virgen en uno de los laterales, en un pequeño sagrario, con una mesa circular de piedra delante a modo de altar, donde también había velas y un pequeño cuenco. Notaba como a cada segundo que pasaba en aquel sitio el frío iba adueñándose de ella, la energía se le escapaba como si existiera un vórtice en el centro de aquel lugar que se lo tragara todo. Marta tembló, y aquella sensación gélida que calaba hasta los huesos le recorrió el espinazo, como si descubriera con asombro al asomarse a la ventana que el mundo había acabado.

Pablo aprovechó varias de las velas que había en el suelo. Cuando se acabaron, en silencio, y sin dejar de rechinar los dientes, sacó de su mochila más que llevaba y continuó colocándolas y encendiéndolas. Poco a poco la sala iba alumbrándose tenuemente, se aferraba a su labor, como si esta representara su cordura,  ajeno al dolor que le producía al apretar el objeto que llevaba en su mano.

—Pablo… —musitó Marta. Éste se giró y ante ellos, alumbrada por el haz de la linterna, había una palabra inscrita en la pared—: Mouros.

Marta pronunció la palabra en su mente, esa que el gallego tanto temió.

Pablo cerró los ojos con amargura.

 

II

Un mes antes…

El viaje surgió como surgen las cosas que importan: por impulso, sin previo aviso. Pablo metió en el google la búsqueda: lugares próximos misterio, y acto seguido el iPhone escupió aquella retahíla:

“En la parte más interior de la ría de Vigo, en el límite entre los municipios de Redondela y Soutomaior, se alza A Peneda, un promontorio que, lo mires desde donde lo mires, parece tener una forma cónica perfecta. Así se divisa desde la parroquia redondelana de O Viso hasta Paredes, en Vilaboa. Su forma recuerda mucho esa tradición popular vinculada a los míticos ‘mouros’, seres del imaginario popular que eran gigantes, magos y distintos de los mortales, que eran capaces de construir incluso los ‘outeiros’”

Suficiente para despertar su interés y enardecer su instinto ariano.

La iglesia coronaba el monte de 327 metros de altura. Las vistas serían la excusa perfecta para maquillar aquel lugar a Marta. Prefirió callar los demás detalles.  Metió la situación en el GPS y le sonrió.

A Marta si algo le enamoraba de aquel hombre era su espontaneidad, y su incansable deseo de sorprenderla.  Después siempre discutían, no era para menos: que locura, pero que hacemos aquí…. Su férrea lógica y carácter ordenado le impedía asumir en voz alta que aquellas locuras las disfrutaba más de lo que admitía. Pero también sabía que Pablo, tenazmente y fiel a él mismo, no cejaría con facilidad en su empeño. Así que prefería seguir fingiendo su hastío.

—Vamos a un sitio que te va a encantar. Según la página tiene unas vistas preciosas—. Marta le miró suspicaz y asintió sin mucho convencimiento, consciente de que él ya estaba adornando su mentira.

Tras media hora de camino por carreteras estrechas de doble sentido que hacia mucho que no asfaltaban, Pablo vio a lo lejos el outerio que coronaba aquella edificación. El lugar era agreste y alejado del mundo, en consonancia con esa obstinada costumbre en el pasado de construir en los lugares más insospechados en donde la sola labor, por muy simple que fuera la misma, requería de una voluntad de la que las generaciones actuales carecían.

Tenia un aspecto nebuloso, con jirones de nubes a su alrededor. Pero había algo en aquel retablo que no cuadraba, algo rechinaba al mirarlo. Demasiado simétrico, pensó Pablo. Con un camino que ascendía a modo de guirnalda de navidad, hasta su cúspide, donde se encontraba aquella construcción pequeña que hacia las veces de cima.

—Ahí vamos —señaló Pablo.

Marta miró la colina y después a él, tal vez no siempre fingiera desagrado y esa sería una de ellas. Pablo le sonrió sin dejar de mirar la carretera.

—Arriba —recalcó, por si Marta no se había enterado.

El camino de subida que iba rodeando la colina brindaba unas vistas espectaculares, en eso no le había mentido. Pablo a cada curva pitaba y Marta alzaba la mirada suplicante.

—  Si casi no cabe nuestro coche, ¡joder!

Un estremecimiento, leve aún, se iba adueñando de Marta, algo en aquella montaña no encajaba; y las murallas que rodeaban a aquel enclave, no ayudaban.

—La iglesia está más arriba.

—¿Por qué fortificaron una iglesia? ¿De que se defendían?

—A lo mejor no se defendían de nada, sino que defendía de algo al exterior —contestó Pablo, socarrón.

—Eso no ayuda…

Una separación de  un metro y medio era el único punto de acceso. En el lado izquierdo de la abertura se podía leer: benvido ao inferno.

Pablo se adelantó y al llegar a la inscripción miró a Marta sonriendo con cierta malicia, satisfecho por lo que estaba encontrando en aquel lugar. Esperó unos instantes a que llegara la pregunta o reproche de Marta, pero ella siguió callada, con la mirada fija en la leyenda. No le hacia falta decir nada, el estremecimiento era cada vez mayor, una sensación que le oprimía el pecho y le hacia cada vez más difícil respirar.

Pablo, sumido en un estado de excitación creciente, llegó a la iglesia. Miró con detalle la fortificación que la protegía. La rodeó y contempló la cruz de piedra que había a la entrada. Algo relucía a sus pies. Se acercó y sopesó aquel objeto. Giró para enseñárselo a Marta y entonces se dio cuenta de que aún no había llegado a su altura. Volvió tras sus pasos y la encontró resollando en la entrada de la muralla, con la tez pálida y la mirada en el suelo.

—¿Que te pasa? —preguntó Pablo

—No lo se, pero todo este sitio me da muy mal rollo, y estoy muy mareada. Prefiero irme Pablo, no me gusta.

Pablo asintió y la agarró con dulzura por la cintura. Cinco minutos después estaban ya en su monovolumen ajustándose los cinturones de seguridad.

—Que mal rollo, estoy fatal —dijo Marta, mientras miraba desde abajo la inscripción.

—Bienvenido al infierno —tradujo.

—No está escrito en alemán, Pablo. Se lo que pone.

Pablo, en silencio, sacó la mano con la que seguía agarrando el objeto del bolsillo y arrancó el vehículo.

—No te preocupes, nunca más te traeré aquí.

 

III

Cuando se despertó, aún era de noche. Escuchó la respiración de Marta, a su lado, e intentó acompasar la suya a ese ritmo. Se mantuvo quieto, había leído en alguna que la mejor forma de fijar los sueños era quedarse totalmente quieto al despertar. Recordó una vaga sucesión de imágenes, fogonazos extraños. No era el primer sueño que tenia esa semana pero esta vez su estela se había mantenido lo suficiente en su mente como para identificar, y recordar, una palabra: maŭraj.

 Estaba asustado. No le había querido decir nada a MArta, pero en los últimos días había sufrido una serie de desvanecimientos, lagunas de pequeños periodos de tiempo en los que no recordaba nada. La última vez se había sorprendido a sí mismo parado en un arcén. No recordaba ni cómo había llegado, ni cuando había subido al coche. Estaba a cuatro kilómetros de su ciudad. Había investigado pero no había ningún testimonio en google de personas que condujeran sonámbulas.

La última de esas ausencias le había ocurrido justo la noche anterior. Y esta vez había sido aún más extraño. No llegó a perder la conciencia del todo, pero fue como si estuviera encerrado en un rincón oscuro de su mente y asistiera, como mudo testigo, al desarrollo de los acontecimientos; como un espectador incapaz de influir en lo que veía.

En ese momento, echado en su cama, repitiendo sin parar aquella extraña palabra que había resonado en su cabeza, pensó que se encontraba oficialmente jodido, asustado. No tenía ni la más jodida idea de lo que le ocurría, pero sabía que no sería nada bueno. Tengo un tumor. Eso era lo único en lo que podía pensar. O algo incluso peor:la locura. Tras los lapsus, o ausencias como él lo llamaba en la intimidad consigo mismo, sentía una desazón que se mantenía en la boca de su estómago algunos minutos más. Había estado analizando en qué momentos y situaciones le había ocurrido. Buscar un patrón. Y tras mucho indagar había observado que esos episodios solían ocurrir tras refrenar algún impulso. Como si su autodominio activara una puñetera vara eléctrica que le enseñara a que eso no se hace. ¿Tendría un gemelo muerto en su interior? La vida de un homo oeconomicus de mediana edad y razonable salud está llena de impulsos. Impulsos que unas veces serán positivos, y otros negativos; pequeñas locuras sin importancia, dudas, intuiciones que ayudan al día a día. El problema es que, junto a esas cotidianas pulsiones existen otras, herencia de su parte más antigua, reptiliana, que son mucho más viscerales o suicidas. Suelen darse en apenas un instante, una milésima de segundo, pero que si en ese momento no acuden en su ayuda los lóbulos frontales y se encargan de frenarlos, dejando a la amígdala actuar solo en casos de extrema urgencia, la vida sería caótica y extremadamente violenta. Todo eso lo sabía porque desde pequeño había sufrido esos pequeños ímpetus al acercarse a cualquier balcón o acantilado con suficiente altura como para que la caída fuera fatal. Siempre que se asomaba al vacía notaba como si algo en su mente tirara de su cuerpo hacia adelante. Al principio lo confundió con vértigo, pero con la edad supo distinguir entre esa sensación y la que a él le ocurría. Lo suyo no era una fobia a las alturas, sino una fascinación por la caída libre. Había leído que podían ser reminiscencias de una muerte pasada, le importaba una mierda la razón, lo que hizo fue evitar esos lugares.

Cerró los ojos, respiró profundamente y finalmente se levantó. Buscó notas de voz en su móvil y en un susurro dijo: mouros.

 

Marta aquel día limpio la casa a profundidad, como hacia cada día, pero en esa ocasión lo hacía por una razón. En pocos días había perdido dos pares de pendientes, y un reloj. Recordaba haberlos dejado en la mesilla antes de dormir, pero al despertar no estaban. La primera vez dudó, pero la segunda había sido consciente del movimiento, como si ya esperara que esa noche volverían a desaparecer. Y así había sido. Miro en el suelo y bajo la cama. Nada. Estaba muy preocupada por Pablo. Desde que volvieron de sus vacaciones lo notaba distante, irascible, extraño. No dormía bien, se revolvía en la cama como si algo no le dejara descansar y no dejaba de repetir esa maldita frase en sueños:

—mouros, mouros, guardad, coger, atesorar.

No sabía que significaba,y tampoco se había atrevido a preguntárselo. Pero lo más raro era como pronunciaba esa palabra, mouros, como si hablara en otra lengua.

Abrió el cajón de la mesilla de Pablo un destello la cegó por un instante. Era una moneda. La cogió y le sorprendió que pesaba mucho. Estaba totalmente mate y en uno de sus dorsos contenía tres círculos concéntricos, aunque el tercero era solo un punto en el centro. Acarició su superficie. Estaba helada… y a cada segundo que pasaba sobre su palma se volvía más fría, todo a su alrededor se volvía más frío, como si la moneda absorbiera la energía au alrededor. Finalmente la moneda alcanzó tal temperatura que l frío le quemó la piel y dejó caer la moneda de nuevo al cajón. Cogió su móvil y la fotografió. Cerró la mesilla y salió del dormitorio sin hacer la cama. No solo había sentido frío también había resonado en su cabeza, en sus oídos, la palabra de nuevo. Pero esta vez no era un lamento que viniera del murmullo nocturno de Pablo. Esta vez le había sonado a advertencia.

IV

Marta esperaba en ordenador a que la página se abriera:

“Se cree que podrían ser los habitantes de los castros, celtas o incluso habitantes anteriores a ellos…

la gran mayoría de leyendas se les asocia con la construcción de dólmenes, túmulos, castros, minas romanas o cualquier tipo de ruina anterior a los celtas y de los que se desconoce su origen…

…tienen poderes mágicos….

Se dice, por ejemplo, que dando una patada al suelo pueden abrir una brecha y entrar por ella al subsuelo donde se esconderán. En muchas de ellas se cuenta que aún viven actualmente escondidos bajo los túmulos y castros en grandes palacios. Estos palacios se dice que estaban llenos de tesoros…

…Los mouros son personajes de las mitologías gallega…”

Pensativa, mientras se mesaba el cabello con la mano, paladeó la palabra en sus labios.

—Mouros…

Se levantó decidida, se dirigió al dormitorio y abrió el cajón. De una vez, rápido, como cuando de pequeña abría la puerta del armario para sorprender al monstruo que habitaba en él.

Esta vez ningún destello le dio la bienvenida, se cubrió la mano con un pañuelo para evitar el contacto con la moneda al cogerla y  la guardó en su bolsillo, encaminándose al único sitio que conocía en el que tal vez encontrara respuestas a sus preguntas.

 

Pablo se sentía agotado. En esa mañana, había vuelto asentir esa sensación de vértigo, de caída libre, que le dejaba sin control de su cuerpo por un tiempo. Se había intentado centrar en su trabajo, obviar las emociones y enfrascarse en las tareas más rutinarias de las que fue capaz de encontrar. Eso, en su trabajo no era fácil. Pero no había funcionado. El último de sus desvanecimientos, que a él se le antojaban segundos, había sido como un parpadeo. Como cuando te despiertas por unos segundos y cierras los ojos para descansar la vista y de pronto te das cuenta que ha pasado media hora porque has vuelto a quedarte dormido. Pero en su caso había una diferencia. Él había vuelto de esa oscuridad con una anillo de oro, averigua de quién, en su mano. Sentía que iba a volverse loco. Miró a los lados. Nadie parecía prestarle especial atención. Se guardó el anillo en su bolsillo. Al hacerlo tintineó el contenido de lo que quiera que había él. Prefirió obviarlo y seguir trabajando.

 

Marta esperó tomando un café a que abrieran el restaurante. El Gallego, que era como se llamaba aquel lugar, no abría hasta las diez. Habían comido allí en varias ocasiones y sabia que el dueño, además de un gran cocinero, era un escritor aficionado de leyendas de Galicia, un apasionado de su tierra.

Nunca dejaba pasar la oportunidad de, al menos una vez cada noche, contar un cuento a los comensales rezagados.  A Pablo y a ella le gustaba esperar a que el local estuviera casi vacío y tomar una copa, ese era siempre el momento elegido por el Gallego para deleitarlos con aquellas historias como al abrigo de una hoguera. Aunque cada vez había más rezagados.

A las diez en punto la gran figura de Bertram, el gallego, apareció por una de las esquinas de la calle. Y allí estaba Bertram. Era un hombre corpulento, entrado en años. Tenia el pelo cano, peinado hacia atrás y recogido con una pequeña coleta, ocultaba su calvicie calado con una boina de estilo inglés. A pesar de su edad abrió la persiana de un tirón y entró en su local de forma despreocupada. <<Como quien tiene todo pagado>>, pensó Marta, que sonrió con dificultad.

El gallego llevaba tan solo unos pasos recorridos cuando miró hacia atrás y la vio. La recordaba de haber venido varias veces, era una buena clienta: buenas propinas y sabia escuchar sus historias sin interrumpir. La saludó con una gran sonrisa y se introdujo en la barra preparando con despreocupación el lugar.

—Pasa por favor, pasa. ¿Quieres un café? No damos desayunos pero tenemos máquina y siempre la enciendo nada más entrar, que yo sí desayuno y raro es el día que no me tomo dos cafés, aunque mi mujer no debe saberlo…—  Bertram sonrió afablemente y se colocó un dedo en los labios a la vez que chistaba.

Marta le escuchaba en silencio.

— No me gusta el café de cafetera, de cafetera pequeña quiero decir. ¡Vamos que no me gusta desayunar en casa!, sabes… mi mujer se enfada pero que le voy a hacer antes que fraile he sido cocinero, aunque en mi caso antes que cocinero he sido camarero— Bertram rio ruidosamente—. El que ella hace, no se lo digas —y le guiñó a Marta—, es horrible.

Se giró y ajustó con fuerza el filtro que contenía aquel líquido amargo.

—Bueno señoriña, dígame, que para algo habrás venido aparte de por mi café.

—¿Qué son los mouros?

Bertram enmudeció y entornó los ojos como escudriñándola.

—Porque me lo preguntas nena. De esos es mejor ni hablar de ellos. 

Marta permaneció callada con la mirada fija en él. El gallego, tras unos segundos de incómoda espera, suspiró.

—Son lendas antiguas que nos contaban cuando éramos nenos. Son seres de otro tiempo, de antes que nuestras tierras las ocuparan los celtas. Son altos y delgados y solo quieren una cosa en este mundo: oro. Esa es su misión en la vida, reunir todo el oro que puedan. Viven bajo tierra y se dicen que algún que otro monte en realidad lo construyeron ellos, son como formigas, nena. Laboriosos y recolectores. —Su rictus se relajó y le sonrió buscando complicidad—. Yo de pequeño vi uno, me quiso dar una piedra de su tesoro pero corrí y corrí lejos muy lejos, mi abuela me contaba que si aceptabas un regalo de ellos tendrías que vivir solo para pagarlo con creces, serías un apéndice de ese mouro, su marioneta en este mundo… así que corrí… 

Marta que estaba sumida en sus propias cavilaciones y suposiciones, percibía el monólogo de Bertram como si se encontrara bajo agua, con el sonido amortiguado, con los oídos acolchados como si la presión de la estancia hubiera cambiado.

<<Su marioneta en este mundo…>>

Bajó la mirada recordando los sucesos de los últimos días.  Metió la mano en el bolsillo y abriendo la palma le enseñó la moneda. Bertram enmudeció por segunda vez en esa mañana, pero esta vez su reacción fue mucho más palpable. Su rostro se volvió pálido y dio un paso hacia atrás.

—Debes devolverla a donde estaba —espetó Bertram

—Pablo debió cogerla en nuestro viaje a Galicia. ¿Qué puedo hacer Gallego? Es de mi marido, se comporta de una manera extraña, no se que le pasa —le dijo Marta con el rostro encogido y los ojos llorosos.

Bertram cerró el puño de Marta sin tocar la moneda.

—Es su esclavo, debe liberarse de su promesa silenciosa que aceptó al cogerla. Que la devuelva o huye lejos de él. Por favor no vuelvas a traerla aquí respondió con voz tranquila y con un gesto lento le indicó la salida.

—Creo que la cogió en un monte que estuvimos cerca de Vigo, que hay una iglesia rodeada de murallas -le dijo Marta mientras salía temblorosa y asustada.

—Espera —Exclamó Bertram y cogió un papel. Lo dobló por la mitad y escribió algo. Rajó el papel en dos, los dobló por separado y se los dio a Marta—. Este abrirá la puerta, dáselo a Pablo. —Bertram esperó a que Marta lo guardara—. Y este —añadió mostrando el otro trozo—, por si no lo consigue y tienes que cerrarla.

Marta se quedó mirando la cuartilla que sujetaba en su mano. El gallego asintió y volvió a sonreír con tristeza.

— Suerte señoriña.

 

V

Pablo no recordaba bien qué había pasado. Notó de nuevo como perdía el control de su cuerpo, aunque esta vez intentó mantenerse consciente. Se centró en su cuerpo, los movimientos, sus extremidades. Odiaba a Carlos, eso lo sabía, pero de ahí a querer matarlo… Intentaba controlar el torrente de pensamientos que le cruzaba por su mente pero aquella idea había logrado sortear su férrea vigilancia y su lado inconsciente, que cada día era más real, se había hecho fuerte en torno a esa asesina idea; buscando con la mirada algo punzante a mano mientras Pablo, el Pablo de siempre, se agarraba con fuerza, con la mano que aun contralaba, al marco de la puerta. Su pecho desprendía calor y sin dejar de mirar al desdichado que había osado tentarlo, iba arrastrando su cuerpo hacia el pasillo, asiendo cualquier ángulo que le sirviera de apoyo. Carlos le miraba de forma ambigua, entre sorprendido y divertido sin saber que todos los esfuerzos que Pablo estaba haciendo eran para salvarle la vida. Consiguió recuperar el control de su cabeza y miró hacia otro lado, evitando la sorna de Carlos que estaba consiguiendo enfurecer no solo a la parte nueva y salvaje, sino también a su yo primigenio, al simplón y pacífico hombre que siempre había sido. La fuerte siempre había sido Marta.

Ya solo su torso seguía señalándolo, el resto del cuerpo, seguía en su afán de huida.

Al fin llegó a los aseos, sudando por el esfuerzo. Se encerró en uno de los cubículos y se agarró el brazo que aun mantenía su ímpetu asesino. 

Esperó a que se calmara.

  Cuando llegó a casa Marta le esperaba sentada en el salón, muy seria, con un pequeño cofre en el regazo. Pablo lo reconoció enseguida. El nuevo Pablo, el oculto, contrajo la cara con una mueca de furia, apretando la mandíbula.

—Qué haces con eso, es mío —rugió el oculto, el mouro, sin dejar al verdadero Pablo responder.

—¿De quién son todas estas cosas? ¿Qué te está pasando? —Inquirió Marta ahogando un sollozo e intentando que la poca cordura que aún le quedara tomara el control.

—Eres tú la que me estas agobiando. —Contestó Pablo incapaz de mirar a Marta a los ojos—. Devuélveme eso, p-o-r f-a-v-o-r.

Pronunció trabajosamente, marcando la pronunciación de cada letra. Marta se levantó, y dejando el cofre a un lado, sacó de su bolsillo la moneda y se la enseñó.

—¿Y esto…?

No le dio tiempo a nada más. Pablo le arranco la moneda de la mano con cólera, con una rabia intensa que le agarraba el estómago y que nunca había sentido antes. Marta debió pensar lo mismo porque dio un paso atrás y se abrazó en torno a su vientre, pero el movimiento fue demasiado lento porque acto seguido, con la otra mano, Pablo lanzó una violenta bofetada que la lanzó contra la pared.

Todo hab ía sucedido en apenas un instante, una milésima de segundo. Su yo oscuro había rebasado una línea roja. PAblo desde el fondo de su mente lo sabía, pero no podía hacer nada. Al ver la moneda, su moneda, había perdido definitivamente todo control sobre su cuerpo.

El rostro de Pablo había cambiado. Tenía las mejillas hundidas, resaltando la dureza de sus facciones. El iris de sus ojos e había oscurecido y tenía el puño cerrado aferrando su reliquia. Resollaba. Marta no reconocía a Pablo en ese rostro erizado. Todo en sus gestos evidenciaba una violencia latente preparada a estallar de nuevo. Con un ímpetu de salvación rodó a la derecha evitando así la patada que Pablo le había lanzado y que en ese momento cerraba los ojos y echaba el cuello hacia atrás.

—M-a-r-t-a, huye de aquí —gritó desde su confinamiento interior. Marta lo reconoció, fue un momento y parecía haberse marchado de nuevo, pero por ese momento sintió al Pablo de siempre, al hombre imaginativo y ariano del que se había enamorada seis años antes. No lo sabía, pero intuía la lucha interna que se estaba librando en la mente de él, y que encogido sobre si mismo, balánceándose de furia, verbalizó:

—Acaba con esa zaina estúpida, ha robado tus tesouros. Mouros, mouros, son os meus tesouros, zaina, meus, mouros mouros ….

Marta se levantó y con la rotundidad de la que fue capaz, posó su mano en el pecho de Pablo y le rogó que se calmara, mientras repetía en su mente todas las razones por las que quería a ese hombre. Pablo sintió aquella oleada de amor. Parecía que estaba funcionando. Algo en su exterior se debilitaba y le daba fuerzas para aflorar. Le temblaban las manos, pero poco a poco empezó a destensarse, y cayó al suelo llorando. Se tapó el rostro avergonzado por todo lo que había ocurrido.

—¿Qué me pasa Marta? —murmuró entre sollozos—, qué me pasa —repitió, apagando su voz y convirtiendo la pregunta en un susurro.

Marta se agachó junto a él y lo arropó con sus brazos.

—Acuéstate y descansa, mañana será un día largo. Nos vamos de viaje.

Con cuidado abrió la mano de Pablo, cogió la moneda y la devolvió al cofre.

 

VI

Las velas iluminaban tenuemente toda la habitación, con una luz trémula. Esa luminosidad vibrante le confería un halo de misterio al rostro de la virgen de las Nieves que había frente a la mesa. Marta se sitúo junto a la pequeña figura, tal vez, de forma inconsciente, buscando protección. Nunca había sido religiosa pero su mundo había cambiado radicalmente en los últimos días.

Pablo se agachó para colocar las velas que le quedaban por prender junto al altar y observó que en el suelo, grabado, estaba el mismo símbolo que en la moneda. Su moneda. Que apretaba hasta casi hacer  sangrar su mano. Cogió la última vela y miró a Marta. Ésta le alargó el papel que Bertram le había dado.

—Seguro que ese es el sitio —le dijo.

Pablo desdobló el papel y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo frente al petroglifo. Situó la vela en el centro y la encendió. Marta se acercó al altar y cogió el cuenco.

—Toma pon la moneda dentro del cuenco.

Pablo cogió el cuenco y lo situó junto a la vela. La moneda seguía en su mano. Su mirada iba de Marta al papel sin parar. Tenía miedo, un miedo infantil, primigenio. El miedo de un niño al que le pidiera que confiara pero al que no ha llegado a convencer.

Con una voz casi imperceptible comenzó a leer los primeros versos que contenía la hoja, tartamudeando y dudando en su dicción. A cada nuevo verso Pablo fue ganando confianza. Marta comenzó a sentir una corriente de aire, parecía provenir del símbolo del centro de la estancia, y poco a poco iba en aumento. Las velas habían dejado de titilar y mantenían su llama fija, como si fuera una imagen estática.

Pablo, ajeno a todo ello, continuaba leyendo, cada vez con más rotundidad. Repetía una y otra vez lo que Bertram le había escrito, de su tono suplicante del principio había pasado a un tono apremiante. Se levantó como impelido por la fuerza de su voz y siguió recitando con el puño cerrado. La corriente de aire dio paso a un viento que succionaba todo a su alrededor.

Marta dio dos pasos hacia atrás, pegándose a la pared y guareciéndose al cobijo de la imagen religiosa.  Ahora se daba cuenta que la mirada de aquella figura estaba fija en el centro del símbolo. El sonido del aire se tornó ensordecedor y Pablo gritaba esa improvisada oración ya sin necesidad de leer.

El centro del petroglifo comenzó a oscurecerse, como una hoja que empezara a quemarse. El punto oscuro dio paso a un pequeño agujero que poco a poco fue agrandándose, tragándose todo lo que estuviera sobre él hasta alcanzar el diámetro del círculo exterior.

Pablo miraba el pozo aterrorizado. Sacó de su mochila el cofre y lo apretó contra su pecho. Desde donde estaba Marta pudo ver su profundidad y vislumbró una silueta extremadamente delgada que ascendía a gran velocidad. Aquel túmulo succionaba su ropa y su cabello.  Se agarró con fuerza al altar.

—Tíralo todo—  Le grito a Pablo, que se aferró aún con más tenacidad a su cofre y su moneda.

Marta siguió mirando aterrorizada como trepaban las siluetas, con la cabeza lisa y sin apéndices. Sus ojos, inmensos y marrones, con unas pupilas que ocupaban toda la cuenca.

Pablo susurraba:

—mouros, mouros, mouros…

—Tíralo por favor —gritó Marta intentando superar el estruendo del torbellino.

Los mouros continuaban su ascenso sin pausa y pudo verlos adoptar una mueca que extrañamente recordaba a una cruel sonrisa, que sin labios, se dibujaba en aquella especie de boca. Pablo permanecía inmóvil, aferrado a sus tesoros, con los ojos fijos en el vórtice. Estaba perdiendo y ellos lo sabían.

Marta en ese momento recordó como conoció a Pablo. Cerró los ojos y  visualizó el primer beso que se dieron, la primera vez que hicieron el amor, las palabras cariñosas, los sueños comunes, sus planes de futuro. El porque de todos estos años juntos.

Abrió los ojos con decisión.

—Piensa en Alba —Pablo la miró.— ¡Te amo! ¡Te amo mucho! Aun nos queda mucha vida por delante, nos queda crear a Alba, nuestro tesoro… –Pablo notó como el frio que sentía se iba, las palabras de Marta le infundieron calor.

<<Alba…>>

Se sucedieron una serie de imágenes de aquella ensoñación que juntos habían forjado: la que sería su hija. Aquellas conversaciones interminables sobre la forma en la que la vestirían, la forma de hablar que tendría, sus gustos… Nada era comparable al deseo de engendrar aquel ángel.

<<Ni siquiera aquellos tesouros…>>

Por primera vez abrió su mano y miró la moneda. Los mouros aceleraron su subida. Desdibujaron aquella siniestra sonrisa y su rostro se mudó furioso en su ascenso.

Pablo lanzó los tesouros:

<<El pago de los intereses. Y la moneda. Su préstamo.>>

En ese momento, desde el interior del pozo, escucharon pudieron escuchar un rugido de desesperación y rabia. El viento cesó bruscamente, apagando todas las velas a la vez. Se hizo el silencio y la oscuridad.

Marta se soltó del altar. A ciegas, palpando, comenzó a acercarse hacia el lugar donde recordaba haber visto por última vez a Pablo, alejándose del centro de la estancia. Lo abrazó con fuerza y Pablo fue el primero en hablar sin soltarla:

—Cariño, ¿sigues teniendo la linterna? Creo que he tirado el mechero y mi linterna al pozo…

Marta emitió una sonora carcajada liberando la tensión acumulada. Encendió la linterna y miró a Pablo a los ojos, se hundió en los ojos del hombre que años atrás la enamoró, aun seguía teniendo en su mano el papel arrugado que Bertram le había dado por si todo fallaba. Acomodó la cabeza en su pecho y comenzó a respirar tranquila,  sabia que todo había pasado.

Arrugó el papel y lo metió en su bolsillo repitiendo en su mente la frase que contenía:

<<Dale razones para que te elija.>>

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